Acabo de volver a casa, ya tenía ganas de hacerlo. Echaba de menos a mis hermanos de comunidad y a las gentes de la parroquia.
He llegado justo durante la celebración de la eucaristía y ha sido una gran alegría el reencuentro. Hoy, con el regreso, se ha evidenciado con mucha claridad el vínculo que ya existe entre ellos y yo.
Supongo que es natural, porque ya van siendo muchas las experiencias compartidas, los pasos que hemos dado juntos, las alegrías y los dolores que nos han sorprendido a unos y a otros; a todos unidos.
Y es muy bonito además, me gusta porque supone que soy parte de una comunidad, viva y hermosa. Ese es otro de los regalos infinitos que me ha ofrecido Dios por medio de mi vocación: el privilegio de poder estar ahí; de vivir cercano a las vidas de la gente; de involucrar mi existencia con la de tantas personas –queridas o desconocidas- que aquí desarrollan su fe o, sencillamente, pasan por aquí; de darme a ellos, a pesar de mi debilidad, y de recibir todo lo que me brindan.
Ese vínculo, ese cariño que ya existe, es la esencia de la vida religiosa y del sacerdocio: ser con, en, entre y junto.
¡Enhorabuena por Vivir en esa comunidad y por hacerla viva día a día! Aunque debería ser la tónica en todas las comunidades... la verdad es que no siempre se cumple. Felicidades a cuantos la formáis.
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