Hoy he pasado unas cuantas horas con tres hermanos, unos niños a los que adoro. Lo he pasado muy bien con ellos y viceversa: hemos estado bailando y luego nos hemos visto una peli de animación.
Creo que tengo buena mano con los críos, son también mi vocación porque fui profe antes que fraile. En aquellos tiempos aprendí la importancia de hacerse respetar.
Desde la inexperiencia, cuando uno entra en un aula cree que lo mejor es tratar de ser lo más simpático posible para ganarse el cariño de los alumnos; sin embargo, a mi me regalaron lo que resultó un gran consejo: si lo haces así los chavales se aprovechan y te acaban tomando por el pito de un sereno (los niños son mucho más listos de lo que solemos creer). Es mejor comenzar con seriedad y rectitud; cumplir con la palabra dada- tanto en las recompensas como en las correcciones- ser responsable y exigir responsabilidad y después, poco a poco, ir soltando “cuerda”; así es como se obtiene el respeto.
Sólo así es como es posible que nazaca un autentico cariño, el amor de verdad, sobre el cimiento del respeto mutuo.
Y esto no es aplicable sólo a los niños, también es así con los adultos: no podemos querernos unos a otros si no somos conscientes del valor y la dignidad del hermano.
Funciona también en la relación con Dios, ahí tampoco puede faltar esa consideración, ese sobrecogerse ante el misterio del Otro, el reconocimiento de la autoridad que merece día a día, a base de fidelidad; de preservar nuestra libertad y nobleza.
Porque el temor de Dios no tiene nada que ver con el miedo, las rodillas o las espadas de Damocles sino con el Amor.
En ese sentido, el temor (a Dios y al hermano, incluso de nosotros mismos) es la mejor antorcha que podemos encontrar para que prenda con fuerza en nosotros el fuego del Evangelio, una herramienta óptima para colaborar con el Señor en su empeño de que la tierra toda arda en esas llamas, las del amor.
¡Y huelga permanente de bomberos!
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