Qué bonito es tener una conversación profunda, sincera y sentida con alguien querido; otra de las cosas buenas de la vida que no solemos aprovechar suficientemente.
No sé si será por miedo a mostrar nuestra desnudez, o a hacer o que nos hagan daño; por comodidad; porque nos arrastra la rutina… yo que sé, el caso es que, en general, hablamos poco, nos cuesta comunicar.
Y así nos va a veces, nos montamos nuestras propias películas acerca de lo que hacen o dicen los demás; permitimos que los sentimientos nos engañen y vamos acumulando malentendidos y malentendidos en el estómago.
Tenemos que hablar, sólo así es posible que contrastemos nuestras percepciones con la realidad; pero hablar con las personas interesadas, claro, porque lo que es el “cotilleo” y la crítica con terceros suele ser más fácil, pero también mucho más destructivo para el otro y para uno mismo.
En nuestras relaciones personales también podemos aplicar la recomendación evangélica de “pasar por la puerta estrecha”. Lo sencillo es abalanzarse sobre la autovía del ataque, la murmuración; llenarse el corazón de ese alivio efímero que proporcionan. Mucho más angosta es la puerta del valor, la confianza, la sinceridad y el diálogo.
Pero la primera hace que nos envenenemos más si estamos enfadados, que traslademos nuestros malos sentimientos a otros; que divulguemos mentiras o inexactitudes que hacen daño y mucho… la segunda, en cambio, nos ayuda a ponernos en la piel del otro, a comprender a hacernos entender también; a las soluciones, a la VIDA: ¡liberamos nuestro amor!
Hoy he compartido un buen rato de charla con uno de los hombres más sabios y santos que conozco; he disfrutado y aprendido; he recorrido mi corazón con los pies descalzos; me ha hecho pensar…
Esta noche me acuesto pensando en mis afectos, en mis seres queridos… en todos aquellos a los que, posiblemente, no les he sabido comunicar lo que siento. Con todos ellos quiero pasar por la puerta estrecha, no quiero tener ningún amor encadenado.
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