Puede que una de las cosas que más nos hagan sufrir sea el “no saber”. Cuando estamos enfermos, nos angustiamos mucho más cuando no tenemos un diagnóstico que cuando ya nos han dicho lo que padecemos, por duro que sea; cuando se nos encomienda una responsabilidad, lo que más nos agobia es si sabremos estar a la altura y responder… ante cualquier cambio o novedad de la vida nos apesadumbramos, sobre todo, por no saber qué pasará, por no poder controlar y adelantarnos a los acontecimientos.
Tampoco nos hace falta que nada cambie para caer en ese reconcome, también nos dejamos llevar por lo que será de nosotros y de los que queremos el día de mañana. Así nos pasamos la vida pensando en el porvenir y, muchas veces, nos perdemos el presente.
Yo soy de la generación del “carpe diem”, del “aprovecha el momento”. Puede que eso sea una reacción a la actitud anterior, pero, a pesar de todo, a mí tampoco me convence, creo que es caer en el extremo contrario. No podemos vivir olvidando nuestra historia, el legado de nuestros mayores o el que hemos ido aprendiendo a base de errores y aciertos; tampoco sin pensar que habrá un futuro y que éste depende en gran medida de lo que hagamos hoy.
El otro día me hablaban de la paciencia y ahora me vuelven aquellas palabras a la memoria, porque posiblemente sea esa virtud, la paciencia, la que esconde la respuesta a lo que estoy planteando en esta noche.
Una paciencia bien entendida, que no tiene nada que ver con agachar la cabeza y aguantar pasivamente todo lo que venga, que está lejos de llevarnos a la complicidad o a la indiferencia ante los acontecimientos de la vida y la sociedad.
Una paciencia que nos hace disfrutar del ahora desde la paz, es decir, desde la tranquilidad de saberse parte de un proceso, herederos de un camino ya recorrido; comprometidos con la construcción del futuro desde la esperanza.
Una paciencia que es en sí misma una actitud, un estado de ánimo, que no sólo nos lleva a la construcción del futuro sino que también hace que seamos constructores de presente… nos permite, no sólo disfrutar del momento, sino que además nos capacita para transformarlo, para recrearlo.
Una paciencia que, ya lo decía mi viejo hermano Tomás, es la madre de todas las virtudes, pero que sólo podemos vivir de verdad, si lo hacemos desde Dios. Únicamente desde su amor podemos superar el miedo, llenarnos de su calma, confiar en que acertemos o fallemos, venga lo que venga, será bueno y nos hará más grandes, más plenos… más humanos.
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