El Evangelio está plagado de momentos en los que Jesús se enfrenta a los fariseos y a su modo de comprender la ley. Él no pierde ocasión de salir en defensa de todos los que están oprimidos y sufren por esa imagen que algunos tienen de Dios: los que se suponía que eran impuros o pecadores sin remedio.
Con estas actitudes y gestos, Jesús no atenta contra la ley; todo lo contrario, le da cumplimiento y así nos lo dice, muy clarito, Él mismo. Uno de los mensajes que quedan más claros en la vida y predicación del Señor es el valor del ser humano y su dignidad.
Creemos en comunidad; seguimos juntos al Señor y lo hacemos en la diversidad que suscita el Espíritu… sería muy ingenuo pensar que no nos hace falta ninguna norma o regla que posibilite esa comun-unión; que articule el mandamiento principal del amor. Hoy igual que ayer, lo cierto es que, como Iglesia, necesitamos organizarnos de alguna manera.
Lo malo es cuando absolutizamos los medios, cuando nos creemos en disposición de juzgar y condenar, cuando reproducimos el fariseísmo de hace dos mil años, porque nos olvidamos de lo esencial.
Malo porque volvemos a hacer sufrir a la gente, les cerramos las puertas y les hacemos creer que están lejos de Dios; malo también porque lo que ocurre en realidad es que somos nosotros los que estamos perdiendo el norte y alejándonos de Él.
El mensaje y la denuncia del Señor, sigue estando de completa actualidad también en este aspecto. Hoy –por desgracia- seguimos teniendo entre nosotros modernos leprosos, paralíticos, adúlteras… personas que marcamos y sentenciamos por sus circunstancias, sus errores o su condición; gentes que sufren, además de por lo que les toca vivir, por culpa de la intransigencia y la dureza de corazón de sus hermanos. ¿Pensamos en ello?¿sabemos quienes son?
Sigue siendo urgente que abramos el corazón para llevar a la humanidad el mensaje liberador de nuestro Dios, absolutamente misericordioso y siempre repleto de amor incondicional.
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