Hoy hablaba por teléfono con una muy buena amiga que me hablaba de cómo notaba a su alrededor, en sus relaciones laborales, la necesidad de una Buena Noticia.
Me hablaba de los clases que se ofertan, de las soluciones mágicas que se venden en los círculos profesionales… de cómo se están descubriendo, como nuevas, cosas que, tanto ella como yo, hemos vivido desde siempre en la Iglesia y en la Orden. Actitudes, habilidades, conquistas personales… que son elementales en el Evangelio y que ahora tienen un nombre en inglés, todas terminan en “ing”, y que tienen un éxito tremendo en forma de cursos, masters o formaciones empresariales.
Lo malo de todo esto es que, en esos ambientes, todo esto está mal encaminado, porque no se orientan hacia la plenitud personal (la propia o la ajena), sino que buscan únicamente un mayor rendimiento y competitividad laboral.
Mi amiga y hermana me hacía ver que eso ponía de manifiesto la necesidad que tienen las personas a nuestro alrededor, las profundas carencias interiores o espirituales que sufren y que se reflejan en la gran demanda que tienen todas estas propuestas.
La conclusión a la que llegábamos en común era lo importante, necesario y urgente que seguía siendo nuestro carisma de predicadores en la actualidad.
Yo además caía en la cuenta de lo elemental que era el papel del laicado en la Iglesia, porque –aunque uno no quiera- es inevitable que los consagrados y sacerdotes acabemos perdiendo el contacto directo con esas realidades cotidianas, con esos mundos laborales en los que viven la mayor parte de nuestros hermanos. Los laicos, además de mostrarnos esa realidad, están inmersos en ella y son los principales encargados de llevar a esos ambientes la respuesta de Jesucristo.
Verdaderamente, hoy como siempre, este mundo nuestro necesita mucho Evangelio… le hace falta al vecino, al que estudia con nosotros, al que trabaja al lado; al del super, al conductor del autobús, al jefe… y ahí está la Iglesia para ofrecérselo a todos ellos. Ahí está el laicado, el grueso del pueblo de Dios para llevarles el sentido, la plenitud, la alegría… la mano del Padre-Madre de todos.
En esta noche me siento especialmente orgulloso de mis hermanos y hermanas, los laicos, especialmente los dominicos ¿Qué sería de la Orden, de la Iglesia sin ellos?: jóvenes predicadores en las universidades, en la “marcha”; adultos en el mundo del trabajo, en la familia; mayores que anuncian incansablemente y llenos de ilusión la Palabra de Dios… hasta el final.
¡Encomiable labor!Precisamente ahora que vivimos en la "era de las comunicaciones" es cuando mucha más gente necesita que le comuniquen, que le transmitan vida y esperanza. Tal vez exista un "embotamiento" de información, y excesivos "cables" que intentan transmitir su información como la más valiosa, lo que lleva al sujeto a enredarse y darse de bruces contra el suelo (como mínimo)y a un agotamiento psíquico junto a un vacío espiritual. Pero en el centro de esa amalgama de cables puede avivarse el soplo del Espíritu vía un auténtico sacerdote o laico comprometido. ¡¡¡Ánimo, y que el soplo se transforme en brisa, y luego en ventisca hasta ser un huracán que destruya toda la inmundicia y tras él llegue la calma serena de ese Espíritu vivificador!!!.
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