Hoy es fiesta en mi tierra y mi forma de celebrarlo ha sido el “volver”, mi vuelta a la normalidad no ha podido ser más intensa, toda una fiesta del amor.
He vivido la fraternidad muy profundamente, la comunidad ha salido a comer por ahí y he disfrutado de ellos un montón; de esos hombres de Dios que cada día me acogen y potencian; con los que comparto la vida, en la risa y en la preocupación. Con dificultades, las de todo el mundo, tratamos cada día de ir vislumbrando lo que Dios nos pide a cada uno y a todos juntos, y de responder con lo mejor que tenemos. Hoy he experimentado todo eso de una forma muy evidente.
A lo largo del día he gozado de lo lindo con varias conversaciones. La del desayuno con una chica del MJD y su sed de servir, de predicar, de desarrollar su carisma dominicano; el café de la tarde con una pareja que busca la forma de profundizar en su relación y compartir su amor con los últimos de la tierra; por la tarde con un matrimonio, “guapo e interesante”, uno de los pilares de la vida parroquial que, además, tiene la suerte de contemplar cómo su hijo cada vez se va dejando seducir más por Dios…; en la noche con un hermano…
Seguramente sigo muy marcado por el encuentro con los miembros más jóvenes de mi orden, pero el caso es que, a lo largo de todo el día, he tenido muy presente la idea del crecer. Me sorprendo a mí mismo creciendo “pa dentro” mucho más de lo que podía imaginar; veo cómo mi comunidad también lo hace, cómo se fortalece y humaniza día a día; cómo evoluciona igualmente la vida de la parroquia y la de cada uno de sus miembros –desde los más chicos a los más grandes-; mi familia; la Orden… Un crecimiento secreto, cotidiano, sin ruidos ni escándalos, pero constante y seguro.
Recién llegado de mi pequeño Tabor particular, así me esperaba mi realidad: sin detenerse en el viaje; urgiéndome a participar y ser protagonista de su desarrollo.
Cada uno de nosotros decide cómo y por dónde quiere avanzar, y lo hace cada día. Unas veces la opción es más consciente que otras, pero siempre está ahí, agarrada a nuestra propia libertad. Y, en el centro Jesús, Él es el artífice de todo, el camino a recorrer, la luz de la verdad y la vida en plenitud; SIEMPRE mirándonos con amor.
Una mirada que constantemente nos invita a adentrarnos en Él, que incluso llega a contemplarnos con infinita ternura cuando nos alejamos por rutas equivocadas.