Esta tarde he compartido un rato de oración muy bonito con un grupillo que ha venido a rezar a la parroquia. Ha sido hermoso el cariño con el que todo se había preparado, la sinceridad con la que todos han compartido…pero ha habido un detalle que especialmente me ha llegado al corazón.
Había allí un niño, creo que tiene unos siete años, que ha participado de los diferentes tiempos como uno más, de los silencios, las plegarias y ¡hasta el momento de compartir!
Desde su ingenuidad no se ha parado a pensar en vergüenzas, ni en que era demasiado pequeño como para aportar nada interesante a los demás… ha hablado, ha dicho lo que sentía y pensaba y encima con la profundidad y el tino que únicamente los críos saben tener.
Esto, unido a la segunda lectura de la eucaristía de hoy, la de Pablo a los corintios, me ha traído a la mente otra de las cuestiones que, a menudo, las personas me presentan. Se trata del asunto de la indignidad, el no sentirse dignos de Dios por culpa de los errores; o de aquél que dice no merecer el participar de la comunión.
Una sentimiento de indignidad que les lleva al distanciamiento, los paraliza y que acaba constituyendo un círculo vicioso: como no me lo merezco, lo rechazo y al hacerlo que siento más indigno aún.
Es un tema que también está muy arraigado en la religiosidad de nuestros hermanos, que –de nuevo- hace sufrir a muchos y que a mí siempre me lleva a pensar, ¿es que se supone que hay alguien que sí se lo merece? ¿Alguno está a la altura del don que recibimos? ¿quién se ha ganado el que todo un Dios se entregue en una cruz?
Por muy santos que seamos, por mucho que practiquemos la caridad y la justicia… ¿podemos llegar a pensar que estamos en condiciones de mirar a Dios cara a cara y pedirle algo que nos hayamos merecido o ganado?
Jeje… supongo que si lo hiciésemos y Él nos hiciese caso; nos diera lo que nos correspondía… ¡nos íbamos a enterar de lo que vale un peine!
Pablo nos decía hoy que Dios “ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.
Por él vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención.
Y así -como dice la Escritura- «el que se gloríe, que se gloríe en el Señor».
Pues claro que somos indignos, ¡TODOS! Pero esa certeza no debe llevarnos a la ofuscación ni al dolor, todo lo contrario. El ser conscientes de nuestra condición debe conducirnos a la maravilla, al sobrecogimiento de recibir un amor tan grande, a acogerlo agradecidos y disfrutarlo entero, sabiendo que es precisamente eso: Don y Gracia, nunca un pago o una recompensa por nada.
Esa es la gratitud con la que tenemos que relacionarnos siempre con Dios y no aquella que agradece un examen aprobado o que te toque la lotería; La del que recibe con toda humildad un amor que nos hace grandes, fuertes, felices, nos salva y que-desde luego- no nos merecemos.
El niño de esta tarde, que además es mi tocayo, ha disfrutado así de la oración compartida y todos los “mayores” lo escuchábamos atentamente, con una sonrisa en la cara que era una mezcla de ternura, disfrute y admiración. Me gusta pensar que así también nos contempla Dios a nosotros cuando nos ve gozar de su Gracia y crecer con ella, a pesar de toda nuestra limitación.