jueves, 21 de julio de 2011

20 de julio. SIENA

Todos los años, por estas fechas, suelo vivir una experiencia maravillosa. Cada segunda quincena de julio me reúno con otros frailes y un grupo de jóvenes de toda España en un campo de trabajo. Durante ese tiempo disfrutamos de una actividad en la que conjugamos formación, actividades lúdicas y, especialmente, la oportunidad de encontrarnos con situaciones de dolor y necesidad; de conocer a las personas concretas que las padecen; de quererlas y acompañarlas. Convivimos, rezamos, aprendemos y sobre todo, descubrimos la alegría de vivir el amor y hacerlo predicación.

Este año no hemos podido convocar el campo de trabajo y esta tarde, en una conversación telefónica, compartía con algunos de los jóvenes lo mucho que lo echamos de menos.
Yo empecé a participar en ellos mucho antes de ser fraile y son innumerables las enseñanzas que he ido recibiendo hasta el día de hoy.
Cuando te dicen que vas a estar ante ciertas enfermedades o contextos sociales, lo primero que sientes es miedo. Las asociaciones y entidades con las que colaboramos se dedican a realidades muy duras y desconocidas, normalmente has oído hablar de ellas antes y la cabeza se te ha llenado de prejuicios; cuando llega el momento de acercarte, notas que todas esas ideas preconcebidas se alían con tus complejos e inseguridades y, juntas, se te agarran al estómago y lo aprietan haciendo que se te cristalicen los huesos.

Rezamos y nos ponemos en manos de Dios; parece que los temores se aplacan, aunque no se van, siguen ahí escondidos y esperando la siguiente oportunidad… pero para eso estás allí, así que no piensas mucho en ello y te lanzas.

Llegamos hasta esas personas que tanto temíamos. Al principio, unas veces tienes que reconocer en tu interior cierto sentimiento de desagrado; otras tu propia incapacidad e inexperiencia; en algunas ocasiones se confirman tus miedos, en otras, descubres lo equivocado que estabas… lo que siempre, siempre están ahí, son los cuestionamientos profundos y una amarga frustración.

Recuerdo que, los primeros años, siempre acababa llorando en aquellos días en los que comenzaba a contactar con la miseria, la injusticia y la debilidad humana. Me veía a mí mismo como un hipócrita, un niño pijo incapaz de aportar nada bueno a aquellas personas que me había tocado acompañar; me dolía en lo más profundo ese dolor que aún me resultaba tan ajeno.

Pero día a día sigues yendo y, poco a poco, con el roce empiezas a olvidarte de las causas de exclusión, de lo desagradable, del miedo… acabas quedándote sólo tú frente a otro ser humano y un buen día te das cuenta de que se ha creado un vínculo y comienzas a disfrutar de él.

Comprendes que no eres un superhéroe, que no estás allí por encima ni para salvar a nadie… que lo que das es lo que recibes: precisamente esa humanidad, el cariño que ha ido brotando entre lágrimas, vidas contadas y compartidas, la sonrisa y los guiños. Descubres uno de los secretos más importantes de esta vida: el “vivir con”.


Aquel proceso que yo viví y que he compartido hoy, se ha repetido año tras año, en cantidad de personas diferentes; no es el mío, ni el de los jóvenes, es el de cualquiera. No todo el mundo puede tener una actividad que facilite ese encuentro con el dolor, pero ese contacto está al alcance de cada uno de nosotros, porque todos tenemos cerca –de una forma u otra- esas realidades de cruz… esa humanidad herida que nos llama, nos necesita, nos ofrece insistentemente ese “secreto” que todos conocemos racionalmente y que está esperando hacerse VIDA.

1 comentario:

  1. ¡Cierto!Donde menos te esperas,se presenta la oprtunidad de servicio al hermano. ¿Quién nunca se ha encontrado con alguien que necesita algún tipo de ayuda -sea económica,física o espiritual-?Y parece que últimamente son más las personas que sufren por abandonos de la familia, esa soledad de la que hablabas en otra ocasión. Lo difícil es aceptar el reto de querer ofrecer tu ayuda. OPORTUNIDADES de seguir a Jesús no faltan, ganas...¡tal vez!

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