En estos días, se repite la imagen de Jesucristo como el buen pastor.
Confieso que no terminan de gustarme del todo las aplicaciones, las
humanizaciones que hemos ido haciendo de esa expresión; prefiero pensar que Él
es el único pastor verdadero y que todos nosotros, cada uno con sus propias
vocaciones y ministerios, somos parte del rebaño.
No es bueno que endiosemos a nadie; que encumbremos a ninguna persona; que obedezcamos
ciegamente la voz de otros hombres; que
digamos que pertenecemos a éste o a aquél…
Porque los “pastores” humanos se pueden equivocar o desorientarse; es
posible que favorezcan a una parte del rebaño y castiguen a otra; que fomenten
más división que unidad, si entienden que esta es igual a uniformidad.
Sólo queremos y debemos seguirle a Él: porque es el único que no desea que
seamos borregos; que nos conoce y ama a cada cual, con su grandeza y sus
tropiezos; que no busca reconocimientos ni dignidades, sino que cada una de sus
ovejas tenga vida en abundancia…
Los demás, sí, podemos ser mediaciones para un hermano; podemos orientarnos
unos a otros, ayudarnos a ir más allá de las realidades más próximas o locales…
pero sin perder nunca de vista el criterio del Evangelio.
Por eso es tan necesario que aprendamos, que nos formemos, que amueblemos
nuestra fe, igual que hacemos con la cabeza; para poder discernir, para darnos
cuenta y distinguir, lo que nos lleva a Dios y al hermano de lo que no.
Cristo es pastor porque supedita su propia vida a la del rebaño; se pone a
su servicio y desde ahí, desde su “amor arrodillado”, guía nuestros corazones.
Y precisamente esa es la senda a seguir, el camino que nos conduce –a toda
la humanidad- a las praderas más verdes y a las fuentes de la vida verdadera:
servir, darse, amar…
Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las
conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para
siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. (Jn, 10)
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