Con el fin de semana, se han acabado también los días de retiro que he
pasado con las monjas… ¡se me han escapado volando!.
Durante este tiempo, hemos querido celebrar nuestra identidad, agradecer
nuestra vocación.
Nos dábamos cuenta de que, nuestro ser dominicano, confluye con los demás
carismas y formas de seguir a Cristo en el amor. No sólo en ese amor que le
tenemos a los amigos, padres, hermanos, hijos o parejas (si sólo amáis a los
que os aman, ¿qué merito tenéis?) sino en uno mucho más amplio y profundo… el
de Dios.
Nos hemos recordado unos a otros que todos somos aprendices en ese amor…
que ¡por eso seguimos al “Maestro”!
Podemos pensar que ese amor, que es
el Espíritu de Dios; el que es para todos, sin condiciones, desinteresado,
gratuito, fiel, definitivo… es un ideal,
un proyecto bello pero que no podamos
alcanzar.
Sin embargo, cuando volvía a casa; radiante por el tiempo compartido con
mis hermanas y por todo lo que me dan; en la radio del coche ha sonado una
canción que me ha hurgado en el recuerdo: era una canción que yo siempre
cantaba con un viejo amigo mientras
fregábamos los platos. Esas notas me han devuelto todos los buenos ratos que
viví con ese compañero de mis años de formación.
Éramos uña y carne, nos reíamos juntos un montón y también nos tocó plantar
cara juntos a más de un problema y dolor. Un día, por las cosas de la vida,
dejó la Orden y, desde entonces, prácticamente no he vuelto a saber casi nada
de él.
Aquella música me evidenciaba que, a pesar del tiempo y la distancia, ese
amor, esa amistad seguía viva (seguro que casi todos hemos experimentado lo
mismo alguna vez). Y, precisamente, lo que sentía era así, como habíamos estado
hablando en el monasterio: un amor que había abierto la mano; que permitía que
el otro marchara, sin esperar nada.
La voz de Madonna, que emitía esa emisora, confirmaba nuestra convicción:
vivir el amor de Dios, dejarnos llenar por ese Espíritu, no es un sueño
inasequible…ya estamos en ello, ya lo estamos viviendo, lo hemos experimentado…
nos quedará mucho que aprender, sí;
muchos puertos aún en los que atracar y de los que zarpar después; pero ese amor, ya está aquí, es realidad en mi
vida, en la de las monjas y en la tuya también… es el camino, el viaje en el
que estamos embarcados.
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