Esta mañana, en la misa de doce, me
tocaba entrar a explicar el evangelio del día a los niños. Ya he contado muchas
veces lo bien que lo paso con ellos y lo que me impresionan las cosas que dicen;
hoy, además, se han portado de fábula y su comprensión de la Palabra,
sobrecogedora.
Podemos pensar que ellos lo ven todo muy simple; que no pueden contar con
nuestro realismo; con las cosas que los
fracasos, las decepciones y miserias de la vida nos han ido enseñando con el
tiempo… pero seguramente ahí está su ventaja.
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos,
permaneced en mí y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí,
si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que
permanece en mí y yo en él; ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis
hacer nada.”
Hablábamos de todo esto; de que había que dar frutos de amor y uno de ellos
decía que había que cambiar y ordenar el mundo, con esos frutos cuando otro
replicaba “eso no es tan fácil; si nos cuesta recoger el cuarto cuando nos lo
mandan ¡como vamos a hacerlo con el mundo!”
Hasta ahí podemos decir, “bueno, han caído en lo que todos sabemos” pero
entonces un tercer chaval le contestó “¡por eso hay que estar unidos a Jesús! Porque
sin Él no podemos…”
El diálogo continuó con una pregunta “pero ¿para cambiar el mundo hace
falta que todas las personas de la Tierra estén unidas a Jesús? O ¿basta con
unos poquitos o uno sólo?”
Una de las más pequeñas concluyó: “yo pienso que con que lo hagamos
nosotros ya se empieza y cuando los demás vean lo felices que somos así se irán
apuntando”.
Esta conversación infantil nos delata a muchos de nosotros, los adultos.
Pone en evidencia esa actitud de aguardar a que sea otro el que empiece, el que
salte primero. La sencillez de los críos nos enseña que no hay por qué esperar para
fortalecer nuestra fusión con Jesucristo; para construir y anunciar el reino; que
ninguna excusa es lo suficientemente buena como para demorar nuestro acceso a
la felicidad.
Los mayores jamás deberíamos dejar de aprender de los niños. Con su sencillez nos hacen darnos cuenta de lo egoítastas y cómodos que nos vamos volviendo.
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