Una cosa que voy comprobando día a día es que el dolor de muchos hombres y
mujeres de hoy (y supongo que desde siempre) reside en un desequilibrio
tremendo entre la forma en que vivimos y lo que somos en realidad.
En nuestra sociedad es fácil encontrarse con la creencia de que somos “dioses”:
huimos de la muerte, no nos gusta pensar en ella, la escondemos…como si fuésemos
a vivir eternamente; creemos que el ser humano es todo poderoso, que nuestra
ciencia y la sola capacidad humana lo abarcan todo, lo conocen todo y podrán
arreglarlo todo; el “yo” se erige como el bien máximo y queremos ser infalibles…vivir
como supermanes aislados que son autosuficientes.
Y a la vez, nos tropezamos con lo poco que se aprecian las vidas de las
personas; con gentes (¡continentes enteros!) que no cuentan para nada; usamos
al otro e incluso a nosotros mismos como moneda de intercambio o para comprar
unas migalas de satisfacciones efímeras; no nos queremos a nosotros mismos y
nos hundimos en mediocridades…
Basta con pararse un momento a pensar para darnos cuenta de que por ahí no puede
estar ni el sentido, ni la felicidad…¡porque no somos eso, no somos así!
Es como si nos empeñáramos en caminar con un pantalón de una sola pierna o
usar una camiseta sin cuello por el que sacar la cabeza.
De nuevo, las cosas de Dios son al revés. Una de las cosas más hermosas que
tiene la fe, el relacionarse con Él y tenerlo en tu vida, es que te sitúa en tu
propia verdad.
El saber como Dios nos ve, nos muestra que cada uno de nosotros es
irrepetible, absolutamente grande y bello, insustituible, precioso, de infinito
valor, con la más alta de las dignidades; pero a la vez, nos lleva a reconocer
nuestra pequeñez y debilidad de criaturas… nos permite fallar, equivocarnos; nos
invita a recibir y dar perdón y misericordia ante los errores; nos enseña a
necesitarnos; nos deja cambiar, aprender, crecer.
Dos caminos contrarios… el primero no sé para quién será; lo que está claro
es que el divino es el que nos conduce a ser auténticamente humanos.
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