Con este domingo, amanecía un día que me venía temiendo desde hacía varias
semanas: comenzábamos las primeras comuniones en la parroquia.
En otras ocasiones, ya he comentado lo
mal que lo suelo pasar porque me toca pasearme entre la gente haciendo de “policía”:
intentando que los invitados que abarrotan la Iglesia, mantengan el ambiente y un
respeto a lo que estamos celebrando.
Más de una vez he salido escaldado, porque nunca falta quien te contesta de
mala manera y hasta te insulta… en fin, que para un tímido, tan tímido como yo,
es todo un suplicio.
Llevo días angustiado ante esa “misión imposible”, preparándome para los
desplantes y los malos ratos que, para colmo no parecían servir de mucho… ¿qué
podemos hacer un grupillo de personas, en una parroquia perdida, para
transformar la actitud generalizada del personal en este tipo de eventos?
Sin embargo, esta mañana las cosas no han sido así: resulta que
prácticamente no he tenido que ejercer mi “labor policial”; que la inmensa mayoría de los asistentes han
seguido las pautas que marcamos desde la comunidad parroquial; hemos celebrado
la eucaristía en un hermoso clima de silencio y participación y todo ha resultado
con una dignidad que casi todas las parroquias envidiarían.
Cuando los niños salían de la Iglesia, con todo terminado, yo me sentía
entusiasmado: ¡habíamos podido disfrutar de los chavales y de Dios, de la
liturgia, de las sorpresas que los catequistas habían preparado, de las
preciosas canciones del coro! ¡ todo había salido genial! Estaba tan contento
que el cuerpo me pedía salir al micrófono para dar las gracias a todos, por su
educación y por la forma con que habían permitido que todo se desarrollara así. Después, todas las personas implicadas en la fiesta, celebrábamos juntos ese bello resultado; lo hacíamos como Dios manda, con la mesa compartida en fraternidad y alegría.
No quiero pecar de triunfalismo, puede que haya sido sólo casualidad…. Pero
me gusta pensar que, con el trabajo y el esfuerzo de los años, algo estamos
consiguiendo; que vamos ganando batallas en esa misión que, a lo mejor, no era
tan imposible.
Me esperanza creer que no hay nada que debamos dar por inalcanzable; que no
hay por qué resignarse ante todas esas cosas
que en la vida –personal o social- nos parecen demasiado grandes, desbordantes o inmutables; que los males de
este mundo pueden caer; que (aunque los caminos puedan ser desagradables o supongan
sacrificios) todo podemos lograrlo si trabajamos juntos y de la mano de Dios.
Hoy me acuesto acariciando esa idea, ilusionado y agradecido ante esa
posibilidad de vencerme, por lo menos, a
mi mismo.
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