Es curiosísima la forma en la que, para bien y para mal, nos influimos unos
a otros. Desde muy pequeños, nos aprendemos bien las típicas frases de “¡si lo
hacen todos!” o “¡seré el único que lo haga!”.
Supongo que es un síntoma de aquello de “no es bueno que el hombre esté
solo”, de que somos seres sociales; pero me temo que lo malo es que siempre
somos parciales a la hora de mirar al otro, y no solemos ser capaces de “seleccionar”
lo que de verdad nos interesa.
El otro día, en una conversación, un amigo le decía a otro que no fuese
tonto, que hiciese la vista gorda en cierto asunto y fuese a lo suyo, como hace
todo el mundo. Yo no pude evitar el dar mi opinión: si soñamos y esperamos un
mundo y una Iglesia mejor, no podemos poner el referente en los que hacen las
cosas mal, sino en aquellos que lo hacen bien.
De lo contrario, caeremos en un círculo vicioso. Cada uno tenemos nuestras propias
carencias y si encima nos acomodamos a las de los otros y ellos a las nuestras,
nos condenamos a no crecer, a acumular deficiencias.
Es muy saludable que nos fijemos en las cualidades de los demás; en las
opciones acertadas de los hermanos. Hacerlo sin sentirnos inferiores ni
frustrados, sino alentados, motivados a
desarrollarnos y progresar.
Pero, ante todo, hay un espejo en el que siempre podemos mirarnos; uno que
nunca falla y que podemos encontrar siempre que lo necesitemos. Es el Señor y
está ahí continuamente, en su Palabra. Él es el ejemplo, el modelo de un ser
humano perfecto.
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