La otra noche, en una oración que compartía con el grupo de jóvenes de la
parroquia, se leyó un texto en el que se utilizaba una expresión que me pareció
muy sugerente.
Hablaba del Espíritu como un huracán divino que esparcía por el mundo
entero la presencia de Jesús entre la humanidad: el que es brisa suave, cotidiana,
anónima, sutil… es al mismo tiempo un “huracán”, ese viento impetuoso que
arrastra, sobrecoge y transforma.
No sé si será por los momentos personales que atravieso o por alguna
sensibilidad especial, pero me entusiasmó la idea de sentirme envuelto en ese
tornado de Dios; de pensar que son sus corrientes las que me hacen volar, las
que me transportan y orientan.
El mismo torbellino que llega a todos los rincones de la tierra, en medio
del que infinidad de otros hermanos abren las manos y se dejan impulsar rumbo
al Reino.
Luego llega la vida: una persona que visité en el hospital y que ya ha
marchado a la casa del padre, una señora que casi me saca de quicio, los trabajos
del día, las llamadas de los amigos, las risas en comunidad… un día normal,
como muchos otros, pero esa imagen; en la que un sinfín de personas de todos
los rincones del planeta compartimos el aliento y el impulso; me está acompañando desde entonces, pinta una sonrisa orgullosa en mi corazón y me
ha ayudado a creerme lo que creo.
Supongo que visualizar, de esa forma o de cualquier otra, la grandeza de ser creyente; la suerte inmensa
de saber que jamás estaremos solos ni indefensos; la fascinación del camino del
Evangelio o la intimidad del amor en Dios; es una herramienta útil para poder
vivir en armonía con nuestra fe. A mí, al menos, hoy me ha resultado indispensable
para poder lanzarme y afrontar, en clave de Dios, algunas cosas que tenía
pendientes.
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