Las clases de hoy se han centrado en el P. Lagrange y la Escuela Bíblica de Jerusalén. El profesor no sólo me ha transmitido su entusiasmo por el tema, también me ha llenado de inquietudes y deseos de ser mejor cristiano, fraile y dominico… es un hombre muy sabio pero todo lo ha hecho con una sencillez enorme.
Eso me recuerda la fiesta que hoy hemos celebrado: Nuestro Padre San Francisco de Asís. Los dominicos lo reconocemos de ese modo y también es para nosotros una fiesta importante. Cuenta la leyenda que Francisco y Domingo, que fueron contemporáneos, se encontraron en una ocasión por esos caminos de Dios y que, de inmediato, se reconocieron mutuamente y se abrazaron.
Parece que, históricamente, ese encuentro no tiene mucha consistencia, pero, de cualquier forma, ese abrazo sí que tuvo lugar en cuanto a sus vidas y sus obras. Los dos fueron hombres sencillos; atentos a lo que pasaba entonces en el mundo y se dejaron tocar por esa realidad; supieron escuchar la voz de Dios y se atrevieron a seguirla por encima de todo… dos hombres pobres, mendicantes, itinerantes y felices que, así, cambiaron para siempre la historia de nuestra Iglesia. Personas normales que, sencillamente, aprendieron a ser sencillos.
Hoy, no está de moda eso de la sencillez, todo lo contrario, “antes muerta que sencilla”… seguramente sea porque, como en tantas cosas, en general tenemos una idea muy equivocada de la sencillez.
Y así nos va, por no buscar la sencillez acabamos siendo gente complicada, con vidas complicadas y que todo lo hacen complicado; cuando la sencillez debe ser el prescindir de tanta carga superflua, despojarnos de todo lo que arrastramos por la existencia y que, en realidad, no es importante ni decisivo, liberarnos de todo eso para quedarnos, volcarnos y disfrutar por completo, de lo que sí es fundamental en la vida.
En definitiva, aprendemos a ser sencillos cuando desenmascaramos todas las falsas seguridades, las necesidades de mentira que nos vamos creando con los años; cuando asimilamos, de verdad, que sólo es preciso el amor y descubrimos la fuente inagotable de la que fluye.
Una vez libres y felices, todo lo demás adquiere su auténtico valor… nos damos cuenta de lo poco que valen lo que creíamos que eran joyas de las que nunca desprendernos, y de la fortuna que hay escondida en cada hermano o hermana, del tesoro que es vivir sólo en el amor de Dios.
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