Meditando y rezando en el camino de vuelta a casa, me he dado cuenta de un error que vengo cometiendo.
Me doy cuenta de que me estoy quejando mucho a cuenta de estos cursos, de todo lo que estoy dando de mí y de los sacrificios que me supone; que si no tengo tiempo, que si dudo de mi capacidad, o que si estoy agobiado… cuando, en realidad, lo que estoy viviendo es toda una oportunidad:
Tengo el privilegio de poder estar haciéndolo todo, lo que me gusta y creo que debo hacer; puedo disfrutar de mi realidad cotidiana en su sencillez y también de participar en otra muy diferente en salamanca, con lo que eso supone de riqueza; grandes maestros están compartiendo conmigo su saber; gozo cada semana de mis hermanos de aquí y allá…
Quejarnos, por lo general, sirve de poco, sólo para envenenarnos más y centrarnos únicamente en la dificultad.
Porque es bastante común que, en la familia o con los amigos y el trabajo, nos ocurra eso: el pensar que es uno mismo el que lo hace todo, el que siempre está ahí, el que siempre da y nunca recibe.
Evidentemente, es una apreciación falsa en primer lugar, la trampa sutil de la mentira del “siempre” o el “nunca”. El que muchas personas se sientan así hace que la idea sea una contradicción, ¡no puede haber más de uno que sea el único que siempre lo da todo!
Pero, además, es una falsedad que nos impide apreciar la suerte que supone tener a personas al lado y que nos necesitan; que no nos deja disfrutar del milagro de la compañía, porque sólo lo vemos desde el propio ombligo; y una injusticia con los demás, porque, al pensar que siempre están en deuda, no valoramos lo que ellos nos dan o hacen por nosotros.
Definitivamente, es mal camino ese de llevar cuentas en el amor; es infinitamente más verdadero y humanizador el de recibirlo, todo y a todos, como un regalo permanente... ¡hartarse de él!
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