miércoles, 12 de octubre de 2011

12 Octubre. PILAR

Hoy he saboreado intensamente la vuelta a casa; el día comenzaba con una reunión y convivencia comunitaria, nada más terminar me acercaba corriendo a estar un ratillo con la familia, para después reincorporarme al ritmo habitual de reuniones y a la celebración de la eucaristía…

A lo largo de todo el tiempo he tenido esa idea en la cabeza, la de la “vuelta al hogar”… sin embargo, ahora me he quedado pensando qué es lo que eso significa en mi vida: sí,  he vuelto, pero la verdad, es que durante estos días también me he sentido en casa.

¿Cuál es el hogar del pobre, del itinerante? Ahora estoy aquí, pero no permaneceré para siempre; ¿será que no tengo casa, o más bien que mi casa está en todas partes?

Me quedo con la segunda opción, mi casa está donde está mi Amor; donde esté un hermano; donde pueda servir de algo o a alguien…

Ese era mi sueño adolescente y que, sin haberme dado apenas cuenta, Dios ha acercado a mi realidad.

De alguna manera, relaciono este pensamiento con lo que decía el Evangelio de hoy, fiesta de la virgen del Pilar: En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.» Pero él repuso: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.»







































El hogar, la casa, el lugar de uno, la propia verdad, el sentido, la felicidad y la bienaventuranza no está en lo físico, en lo material; ¡no puede estarlo! Por mucho que nosotros nos empeñemos, es demasiado grande como para reducirse o encerrarse en algo concreto… lo atisbamos, comenzamos a descubrirlo en la medida en que amamos y somos capaces de darnos por amor.

En esa Palabra de amor, escuchada, acogida y hecha vida es donde María de Nazaret es la bienaventurada; desde ahí es como pudo vivir en fidelidad el seguimiento de su hijo; gozar y compartir el Magníficat de sus alegrías; acariciar las preguntas y el asombro en lo escondido de su corazón; soportar e iluminar el dolor desgarrador al pie de la cruz; ser feliz testigo de la resurrección más allá de la propia muerte. Esa Palabra de vida fue su fortaleza, su sostén, su permanencia incondicional… su felicidad, el pilar de su vida.

El pilar de María, madre y ejemplo de la Iglesia y, por tanto también puede ser el nuestro: el apoyo, la atalaya desde la que vivirlo todo; los rayos de Sol y el frío de la noche; el abrazo y el puñal; el camino y el hogar… la columna indestructible que nos aferra a la Verdad del amor… si nosotros queremos ¡claro!.

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