Hace semanas que frecuentan la parroquia y siempre se paran a hablar conmigo, me cuentan sus problemas y me piden ayuda. Yo intento hacer lo que puedo, me traen documentos que tienen que rellenar; comunicaciones oficiales o papeles del médico que no entienden, para que se las explique; me preguntan por información de instituciones, subvenciones… montones de cosas de las que no entiendo y que tengo que preguntar o buscar en internet antes de aclarárselas con mucha paciencia, como si fuesen niños pequeños.
Hoy, mientras estaba con ellos sentía una profunda impotencia y pensaba en lo poco atendidas que está esta clase de gente; todas las instancias se desentienden de ellos, cuando deberían estar tutelados o ingresados en algún centro que les cuide y oriente… y así les van las cosas, por si ya tenían poco, les llueven problemas burocráticos y de convivencia.
Qué mal se siente uno en esos momentos, te das cuenta de que la cuestión es tan profunda y complicada que todo lo que intentas se acaba estrellando contra un muro, frente a la gran acumulación de dificultades que tienen.
Tras proponerles distintas posibilidades que ha resultado inútiles, les acompañaba apesadumbrado a la puerta, cuando uno de ellos me ha dicho que les encantaba venir a la iglesia, que aquí se sentían seguros, porque entre estas paredes había amistad: la de Dios y la mía.
Casi se me saltan las lágrimas de emoción, el vacío se me ha convertido en alegría…
Así es la vida, el equilibrio entre el blanco y el negro que visto en mi hábito.
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