No siempre vive uno por completo todo lo que dice; es difícil que, lo que se cree en la cabeza, encuentre correspondencia en la práctica cotidiana… por lo menos, a mí, me ocurre eso.
El otro día escribía acerca de que Dios cree en nosotros y de que, a su lado, todo lo podemos, pues bien, ese es un buen ejemplo de algo que digo y creo firmemente, pero que después me cuesta vivir, cuando entran en escena mis inseguridades, la timidez, los complejos y mis miedos.
Pero no quiero instalarme en esa incoherencia, El Señor no puede hacerme “poder” si yo no pongo los medios, si no doy un paso adelante por intentarlo…
Nuestra fe no es fe, si el amor que supone, no empapa todo lo que somos y nos transforma y eso no ocurre por arte de magia, necesita que cada cual se trabaje a si mismo para hacerse consciente de ello; no sé muy bien como expresarlo acertadamente, diría que es necesario “querer creer”…
Esto de la fe, no es ni puede ser seguridad, no es algo que se vive con antelación a las opciones vitales, sino que es preciso jugársela: creo que alguien me recogerá y por eso salto, poniéndome en manos del otro, sin garantías, desde la confianza. Cuando los brazos del otro me reciben, es cuando se confirma mi creencia, después de haber saltado.
Estos días que voy a pasar aquí en Salamanca suponen precisamente eso en mi vida y vocación, es un salto de confianza, el atreverme a actuar conforme a esa convicción de que Dios me hace “ser capaz”. Me he enrolado en estos estudios sin estar muy convencido de tener ni tiempo ni capacidad para superarlos, lo hago sólo porque creo que es un paso que me pide mi Dios, que por aquí es donde , ahora, debe crecer mi vocación… porque quiero apostar por que Él lo haga posible.
Y, lo cierto, es que ya empiezo a reconocer el calor de esos brazos que se abren para acoger mi apuesta: las clases de hoy me han resultado muy enriquecedoras y he disfrutado con ellas más que un mono; el convivir con hermanos tan repletos de experiencia y saber; escucharlos admirado, la fraternidad con la que enriquecen mis perspectivas… es ahora cuando empiezo a creerme que esta nueva aventura es verdad y que alcanzará buen puerto.
La vida del creyente no puede estancarse, nuestras vocaciones, sean las que sean (religiosa, sacerdocio, a la vida en pareja y de familia, desde la soltería), son siempre dinámicas, en continuo crecimiento, en evolución y avance hacia una plenitud mayor y mejor. Por eso es imprescindible que nos abramos a que el Espíritu nos inquiete, nos presente nuevos desafíos y metas, como es igualmente necesario que nosotros queramos creer que la vida y Dios siempre son más, que podemos ser más y mejor; que -mientras sigamos vivos- aún no hemos alcanzado un destino; que no nos conformemos con poco y enterremos nuestro talento; que nos convenzamos de que el Padre y Madre de todos todavía tiene mucha felicidad que regalarnos.
Y, por supuesto, es necesario que actuemos en consecuencia, que nos sacudamos las telarañas de la rutina, lo conocido y dominado y nos arriesguemos por Él, por los hermanos y por nosotros mismos.
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