martes, 8 de febrero de 2011

7 de febrero. LO QUE PIDE EL AMOR

Hay algunas cosas que acaban alcanzando un punto en los que no sabe uno cómo actuar. Cuando, cuando los procesos de la gente se convierten en un círculo vicioso o  un grupo se bloquea y no tira para adelante…

Son situaciones en las que no tengo muy claro qué es lo más evangélico, si continuar atendiendo las cosas tal y como están, o romper con ellas para que el otro reaccione. Casi siempre me resulta más fácil la primera opción, la segunda se me hace mucho más cuesta arriba…imagina que es otra lección de las muchas que me quedan por aprender en esto de ser cura.

En un mundo en el que hay que hacer malabarismos para que el personal se abra a la fe, a la propia dimensión interior ¿Cómo presentar la exigencia del evangelio sin que el otro se espante y salga por patas?

Puede que haya que asumir esa posibilidad, la de que la gente agache la cabeza y se vaya llorando, como el joven rico del evangelio… pero ¡qué duro es!, quedarse mirando a la persona, con toda la ternura del mundo, sabiendo que se aleja de su propia felicidad y no poder hacer nada para evitarlo.

También te queda la certeza de que no lo sabes todo, que puede que tengas una responsabilidad en esa huida, que a lo mejor no lo has hecho bien, o en el mejor momento…

Pero el evangelio es exigente, como lo es también el amor. Una reclamación que no viene de fuera, que nadie nos impone, sino que brota de lo profundo de nosotros mismos.

Lo que más cómodo resulta es mantener las situaciones, calmar las conciencias…pero a la larga es peor, porque así, tarde o temprano se acaba descubriendo la insuficiencia de nuestra intimidad con Dios.
Uno ya ha visto a demasiada gente marcharse, porque ya no viven a Dios, no lo sienten o no lo encuentran; porque perdieron la fe; un amor  que, en realidad, vivía de las migajas de nuestro tiempo, voluntad y capacidades… y Él no se marcha, siempre está ahí; somos nosotros los que ya no sabemos relacionarnos con él, porque nuestra fe no ha crecido con nosotros; como un adulto que pretende entrar dentro del traje de la primera comunión.

Cuando amamos queremos estar, saber, compartir, disfrutar del amado, y esa se convierte en nuestra prioridad. Sé que con Dios cuesta, sobre todo al principio, porque no lo vemos ni lo tocamos… pero, a la vez, es lo más cierto de nuestra vida, y una relación en la que no ponemos ese interés; que se mantiene únicamente desde el “si me apetece”, “si me viene bien”, “si me queda tiempo”, tiene los días contados.

La fe es un inmerecido regalo de amor, pero que nosotros tenemos que cuidar; la comunidad, la compasión con los débiles, la oración, el estudio de la palabra, la celebración no pueden arraigar en nuestra existencia por arte de magia; si nosotros no le preparamos un espacio preferencial en la vida… si no somos capaces de soltar todos los lastres que nos reducen a lo material y pasajero, para poder danzar, con todo lo que somos, esa melodía de amor que se nos da y que nos hace eternos.


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