A veces me hace gracia lo que la gente me pregunta sobre mi vida, cuando se enteran de que soy fraile. Que si puedo tal cosa, que si me dejan lo otro, que si tengo que hacer lo de más allá… como si uno viviese en una cárcel o un cuartel en lugar de en un convento.
En la mayoría de esas conversaciones me cuesta mucho trabajo hacer comprender que sí, que puedo ver la tele y salir a la calle o tomarme una cerveza; que tengo mis responsabilidades –como todo el mundo- pero que nadie me las impone sino que son mis propias opciones; que nadie desde fuera me obliga…
Se me hace muy raro que algo que, para mí es tan normal, a otros les resulte tan desconocido. Es verdad que la gente de a pie no sabe mucho de la vida religiosa, cada vez se sabe menos de espiritualidad y de religión en general; pero además es cierto que, incluso dentro de la Iglesia, está muy extendida una visión errónea de la fe. Una forma de entenderla desde la obligación, que comprende el seguimiento de Jesús como una amargante sucesión de sacrificios y privaciones, unas pruebas que tenemos que superar, con mucho esfuerzo, para conseguir una salvación; un camino de represiones que será recompensado en la otra vida, porque en esta, lo que toca es contenerse, obligarse y agachar la cabeza.
Nada que ver con el verdadero Evangelio, con el mensaje que nos trae Jesús. Él nunca se dirigió a nosotros en términos de “tenéis que” sino desde la perspectiva del “¡podéis!”. Toda la vida y ministerio del Señor es una demostración de que es posible la plenitud, la felicidad; y además el camino para alcanzarla.
Todo se resume en el sermón de la montaña. En las bienaventuranzas, Jesús nos habla de si mismo, de su propia vida… del secreto de su felicidad y de la nuestra.
Jesús retira el velo de dolor, lágrimas y espinas que nos amenaza para mostrarnos la luz; el Sol de la felicidad. Esa es la luz que buscamos los creyentes con nuestra forma de vivir, la que Jesús nos revela y nos ofrece. Una felicidad que es Él mismo, su propia vida.
Por eso, ese Sol está compuesto por ojos que representan la mirada, la atención al mundo, al hermano y a uno mismo; una observación, un estudio que se procesa (las espirales) e interioriza en la oración (representado por otros ojos en el interior de los triángulos.)
Las barras representan la superación del propio yo para poder acceder al otro, por eso el siguiente nivel está compuesto de corazones unidos en la comunidad. Así nuestra vida florece y genera más vida alrededor.
Y siempre surgen nuevas inquietudes, ilusiones y cuestiones que siguen impulsándonos, ayudándonos a crecer; acercándonos a Dios, el centro de nuestra vida y felicidad.
Los rayos de ese Sol son manos abiertas, que dan y que piden. La felicidad auténtica, la que Jesús nos trae, se disfruta dándose, compartiéndola con los más pequeños y olvidados.
Al fondo los caminos, no uno solo sino muchos… cada persona debe encontrar el suyo; el que Dios sueña sólo para él.
Recorrer esa aventura es todo un regalo, no tiene nada de forzoso sino de disfrute y alegría… lo que tendremos es que seguir tratando de encontrar la manera de hacerlo comprender a quienes aún no lo conocen… de lograr que, hasta el último de nuestros hermanos, experimente la misma luz y un calor igual que el que a nosotros se nos ha dado.
La vida religiosa como camino de esperanza y de plenitud... ¿lo has leido ya?
ResponderEliminarhttp://ser.dominicos.org/identidad-de-predicadores/vida-religiosa-esperanza-y-plenitud
Así lo veo yo también... será porque he aprendido mucho de alguien que yo me sé...
Vicente
A veces no se que prefiero, si los cuadros o sus comentarios...Gracias!
ResponderEliminarSe merece que deje de escribir y usted de leerme e intentemos orar con la imagen y el texto.
Que aproveche!