Parece que ya estoy recuperado de mi pequeña gripe, así que el día ya ha empezado a ser un poco normal otra vez.
Como uno ahora lo cuenta casi todo desde estas líneas (hay quien dice que ya no hace falta ni hablar conmigo) ha sido muy bonito recibir tantas muestras de cariño.
Yo ya sé quién me quiere y a quién le importo, pero no puedo negar que ha sido una medicina extra el recibir un mensaje, un correo o una llamada preguntándome y deseándome mejoría.
Qué importante es el no dar nada por supuesto, el expresar lo que sentimos; cuánta falta nos hace también que la gente querida nos muestre ese afecto de forma explícita; y sin embargo, lo hacemos poco, especialmente con los más cercanos.
Evidentemente, lo más importante no son las palabras –que se las lleva el viento- ni los detalles puntuales, sino la vida del día a día; pero no por eso podemos olvidarnos de ellas. A nosotros nos hace falta decir gracias, perdón, te quiero… y a los otros igualmente les hace bien oír esas declaraciones, porque, cuando hablamos de amor, con nuestras certezas y convicciones conviven también los miedos, los complejillos, las inseguridades y las soledades internas.
Aunque parezca extraño, en la vida religiosa parece que no somos muy dados a esas expresiones, a transmitirnos lo que se mueve en nuestra intimidad. Puede que, con la llegada de las nuevas generaciones, la cosa esté cambiando poco a poco pero aún tiene mucho peso la educación de los más mayores, lo aprendido en otros tiempos en los que parecía sospechosa la necesidad de afectuosidad, el quererse y expresarlo.
He conocido a jóvenes decepcionados porque, a simple vista, parece que ni sentimos ni padecemos; pero no es así, claro que nos importamos unos a otros y que nos cuidamos, aunque los lenguajes empleados para decírnoslo son diferentes. Durante estos años he aprendido a descubrir esos mensajes ocultos en la vida de mis hermanos y es una lección muy útil para la vida interior.
Se disfrutan mucho más las confesiones que no son evidentes, que sólo se perciben si tienes los ojos y los oídos bien abiertos… son igualmente claras y explícitas pero, además están llenas de misterio –como el mismo amor-.
Así también nos grita Dios el suyo; de una forma mágica, secreta, personal e íntima. En la bulla, en el silencio; en la naturaleza y en la creación humana; en los críos y en los ancianos; en la calle y en el corazón… nos dice continuamente que nos adora.
Manifestaciones de un Señor enamorado locamente de ti y que no se cansa de proclamarlo a los cuatro vientos, a pesar de que pocas veces nos molestamos en atender su declaración.
Con el paso del tiempo, descubro que -aunque muy torpemente- voy aprendiendo a descifrar los códigos del amor, saboreando cada vez más esa dulzura infinita… ahora ya no podría vivir sin Él.
"Se disfrutan mucho más las confesiones que no son evidentes, que sólo se perciben si tienes los ojos y los oídos bien abiertos…"
ResponderEliminarSi no se aprende a ver no se verá, por mucho que se mire, y aún así, solo se percibirá si tienes los ojos y los oídos bien abiertos. Los pequeños detalles son los que van a cambiar el mundo, aprendamos a verlos y a realizarlos. Un abrazo hermano.