Esta noche se me ha hecho especialmente tarde, acabo de llegar de una reunión de matrimonios.
En otras entradas ya he comentado algo de ellos, hoy solo quiero compartir un pensamiento que me asaltaba cuando estábamos juntos… me ha parecido precioso el ver cómo estas parejas que llevan tantos años juntos–de forma discreta- unían sus manos al rezar, otros se daban una caricia tras haber compartido con los demás las vivencias y las dificultades que viven; cómo se miran entre ellos con los ojos repletos de orgullo y admiración.
Seguramente lo hacen así todos los días pero hoy me he dado cuenta yo y pensaba, “esta gente se aman de verdad”, como si aún fuesen novios, como si la vida todavía no hubiese sacudido nunca sus corazones; con la fuerza y la pasión de todos los frutos que han brotado de ese matrimonio a lo largo de los años.
Cada vez se oye a más gente decir que el matrimonio es sólo un papel, que el amor eterno no existe, que no creen en la fidelidad… se dice tanto que a veces dudas que pueda ser cierto, aunque hayas crecido viéndolo cada día en tu casa, con tus padres…
Esta noche he vuelto a ver, cara a cara, a ese amor definitivo, exclusivo, único, eterno. Lo he sentido a mí alrededor en los rostros, los ojos, las manos de diez personas que, así, me han declarado que en esta vida (sea cual sea nuestra situación y vocación particular) no hay por qué conformarse con rebajas ni sucedáneos, que la autenticidad en la fe y el amor está a nuestro alcance, que no podemos nunca cansarnos de buscar y construir esa totalidad, la verdad de las cosas, la pura esencia de lo que somos y de lo que pintamos aquí.
En el amor de esos matrimonios he podido verme también a mí mismo, mirándome en los ojos de Dios.
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