Navidad me ha traído la posibilidad de pasar todo el día entero disfrutando de seres queridos, de mis padres, la familia, los niños, mi comunidad, los hermanos de la parroquia, los amigos… he saboreado hasta la cercana presencia de los que se supone que están lejos.
Incalculable el valor de todo lo vivido hoy, pero tampoco he querido que los amores humanos eclipsaran al amor que es razón y fuente de todo y ahora, en la tranquilidad y el slencio de mi cuarto he rezado con el corazón rebosante de gratitud y admiración…
Cuando contemplo al niño que ha nacido, pequeño y en una cuadra, me veo a mi mismo, al ser humano, en toda su fragilidad, su frío, su necesidad; pero se me impone también su belleza, su ternura, su valor y grandiosidad…
Se me hace difícil encontrar a todo un Dios en ese bebé llora y que tirita de frío; como también me cuesta a veces, advertirlo en la humanidad, en mi mismo…
Pero ahí está: desnudo, sonriéndome con los brazos abiertos, y sus ojos encendidos también me desnudan a mí de todas mis mentiras y me abren la vida de par en par.
En esa pobreza amante, Dios llega a lo más profundo de lo que soy; sin violencias, sin presiones, sin imposición.
Desde el establo, me muestra quién es y lo puedo reconocer en un recién nacido y, así, yo también puedo hallarlo en mí y yo reconocerme en Él.
Y por encima, la noche, la oscuridad rota por millones de estrellas de luz; el hielo que arde en el amor de unos padres; el anonimato que se pregona en el universo entero.
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