Siempre que recorro la carretera que va de Salamanca a Sevilla, me llaman mucho la atención las vacas que veo recostadas en las dehesas.
Cuando las veo ahí tumbadas, mirándome con esa cara impasible y tan a gusto me asalta un sentimiento de envidia… se me ocurre que ellas no tienen que preocuparse de cuántos kilómetros faltan, ni de los problemas o el trabajo que esperan en el destino; ni de cuándo podrán leerse el texto que les encargan semanalmente.. nada, están ahí retozando sin importarles ni el frio ni el calor; viendo a los coches circular de un sitio a otro.
Toda esa envidia que me estaban dando las vacas en aquél momento se ha disipado de golpe en cuanto he caído en la cuenta de que conozco a algunas personas que son como esas vacas… que pasan la vida mirando a los demás, tumbados dejando que los días pasen, sin esperar nada, sin buscar, dejándose hacer… poniendo la propia responsabilidad en otras manos o permitiendo que sea el tiempo el que tome las opciones en nuestro lugar.
Hoy está muy de moda eso de dejar que otros piensen y decidan por uno; incluso dentro de la Iglesia tienen mucho éxito los ámbitos en los que todo está previamente marcado. Lo de ser “ganado” puede ser más fácil y cómodo, aparentemente más atractivo, pero es perderse la existencia, a Dios y a uno mismo.
Porque la esencia de lo que somos, de esta vida y del Evangelio no está en mirar apaciblemente desde nuestro prado, sino en ponerse a caminar: buscar, atender a las señales, avanzar, crecer, decidir, cansarse, arriesgar, confiar y, por supuesto, equivocarse también.
El Señor viene a nosotros, sólo hay una forma de hacer que eso sea posible… ponerse en pie y, como peregrinos que somos, salir también a su encuentro.
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