viernes, 16 de diciembre de 2011

15 de diciembre. EVANGELIO DE ADVIENTO

Hoy me ha tocado predicar en el triduo de preparación a la navidad; este año nos estamos guiando por un acontecimiento del que celebramos el quinto centenario: el sermón de Montesinos.

Hace quinientos años, en la isla de la Española,  las primeras tierras colonizadas en América, los encomenderos y las gentes que habían ido al nuevo mundo, se reunían en un cuarto domingo de adviento. Acudían a la celebración en el primer convento  (si es que se  podía llamar así a aquella “casa pajiza” en la que vivían) de los dominicos en América.

Supongo que allí habría de todo, muchos que irían por cumplir el precepto; los que ponían el “piloto automático”; otros que buscaban una sincera celebración de la fe...

No sé si aquellas personas eran conscientes,  del modo en que explotaban, oprimían y acababan con los indígenas del lugar… puede que no, que simplemente hicieran lo que todo el mundo, que hubiesen aceptado, sin preguntarse nada, aquella situación como algo que es así y no puede cambiarse… unas circunstancias gracias a las que, la verdad, todos ellos  se estaban enriqueciendo. De cualquier forma, aquella cómoda insensibilidad  se iba a terminar pronto; llegaba el momento de la homilía y resonaron  con fuerza las palabras de un fraile, Fray Antonio de Montesinos….

Para daros a conocer estas verdades me he subido aquí yo, que soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla. Y, por tanto, conviene que con atención no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír.



Esta voz os dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes.



Decid: ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas donde tan infinitas de ellas, con muerte y estragos nunca oídos habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades en que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día? Y ¿qué cuidado tenéis de quien los adoctrine y que conozcan a su Dios y creador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos?



¿Éstos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podéis más salvar que los que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.




Estas palabras de ayer, hoy siguen repletas de  actualidad; quinientos años después la mayor parte de la humanidad sigue explotada, muriendo y sufriendo injusticia para que nuestra sociedad del bienestar pueda mantenerse. Hoy, el grito de los que sufren, sigue clamando a Dios, un Dios que toma partido por ellos, que va a nacer en la miseria, en lo olvidado, siendo uno de ellos… el Dios que esperamos, el que nos preparamos para acoger.

Si en aquel entonces fue inaudito lo que se proclamó en aquel sermón, si aquellas palabras de denuncia fueron el germen de importantes avances para la humanidad; hoy también es posible  despertar, romper las redes en las que estamos envueltos y clamar con fuerza por la justicia, la libertad y la dignidad de todo ser humano; de la creación entera.

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