lunes, 19 de diciembre de 2011

18 de diciembre. LAS HOJAS QUE ÉL ARROJÓ...

Quinientos años del sermón que Montesinos, en nombre de su comunidad, lanzaba un cuarto domingo de adviento; cinco siglos en los que aún suenan con fuerza esas palabras valientes que transformaron el mundo.

Esta noche continúo rezando por mi hermano, y rogando que quien pueda leerme, también lo tenga presente en su oración; parece que hoy la cosa empieza a pintar un poco mejor, así que es momento de intensificarla.



Junto a eso, a lo largo del día, han ido desfilando ante mis ojos realidades tremendas; situaciones de mucho dolor, casi todas ellas llevadas a cabo  con una impresionante dignidad.



Puede ser que por la sensibilidad desde la que estoy viviendo estas horas, no he podido evitar el pensamiento de lo patéticas que son las cosas por las que nos solemos amargar o preocupar habitualmente. Es verdad que, para cada uno, sus problemas son los peores, los más graves; aunque por detrás pueda haber una cantidad innumerable de gente que tenga verdaderas razones para sufrir, que lo pasa infinitamente peor que nosotros… eso no consuela, y seguramente sea verdad: el simple conocimiento o la reflexión de que existan dolores y dificultades más grandes que las nuestras, no nos sirve de gran cosa… si sólo nos quedamos en eso, en mirar de reojo, pero seguimos encerrados en “lo que a mí o a los míos les pasa”, nos sumergimos en una espiral interminable que, en lugar de solucionar nada, lo acrecienta cada vez más.



Muy diferente es lo que ocurre si, además de ver y saber, nos implicamos en los padecimientos del otro: no sólo participamos en aplacar su dolor, en nosotros también se da una transformación. Un encuentro que no puede buscarse interesadamente, porque tampoco nos serviría de mucho, sino movidos por lo que, de verdad, nos dicta el corazón por debajo de todo el egoísmo e inseguridad que le echamos encima.



Al “padecer con” nos encontramos con un hermano y, en ese encuentro, se revela la propia verdad, la humanidad de la que no somos conscientes; sale a la luz toda la riqueza de las personas; podemos empezar a ver en su justa medida las cosas; a valorar lo que, de verdad, importa; a priorizar lo bueno que tenemos; a reconocer la poca trascendencia de muchos de nuestros quebraderos de cabeza.




Es lo que hicieron aquellos frailes en América. Todos seríamos mucho más felices, no habría amores que se apagan, tendríamos más paz y justicia, seríamos evangelio puro, si fuésemos capaces de hacerlo.



“el que busca su vida, la pierde; el que la da, la encuentra”

1 comentario:

  1. Woaoooooooo, en verdad son geniales, sus ilustraciones, felicidades!!!!!!!!!

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