jueves, 10 de marzo de 2011

9 de marzo. CENIZA

Hoy me he pasado el día entero “encenizado”. Por eso y porque, de ninguna forma, puedo ni quiero pasar por alto la celebración de hoy, esta noche tengo que hablar del comienzo de la cuaresma.
Esta tarde, en el grupo de confirmación (sé que hablo mucho de ellos, pero es que ¡me tienen más ilusionado!...), los propios jóvenes son los que, por primera vez, han preparado la reunión. Ha sido una gozada ver con qué interés se lo han tomado, cómo absorben todo lo que oyen, la manera en que están creciendo en su proceso de fe…
Por otro lado, en el Movimiento Juvenil Dominicano, hemos estado estudiando y compartiendo acerca del sermón de la comunidad de Montesinos. En un momento de la reflexión se decía que aquellos frailes “tuvieron que escoger entre ser capellanes de los opresores o defensores de los derechos de los indios”.
Es algo que me da mucho que pensar, miro a este mundo en el que vivimos, con tanta explotación injusta y violenta, y también me siento urgido a optar entre estar del lado de los privilegiados o junto a las víctimas.  Sé cuál es el partido que quiero tomar; lo que no tengo tan claro es la forma de hacerlo, si soy lo suficientemente valiente para ello, si tendré la fe necesaria…
Las dos reuniones me han hablado de desarrollo, de crecimiento; de los que comienzan a hacerlo y de lo mucho que a mí me falta… y resulta que la cuaresma que hoy comienza es el tiempo oportuno, la ocasión privilegiada para eso: para crecer en amor, fe, humanidad.
Dios nos regala su amor de forma completamente incondicional; no es preciso que demostremos nada ante Él; que pretendamos merecerlo o ganarlo… Él ya nos  ama así, como somos. Es  más bien al revés, somos nosotros mismos los que podemos (si queremos) descubrir mucho dentro nosotros y a nuestro alrededor.
Es por eso que no se trata, en absoluto, de un tiempo triste y oscuro. Al menos para mí son los cuarenta días más idóneos para la ilusión, la alegría, la posibilidad.
Los cristianos somos hombres y mujeres de tres amores; a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y en esas tres dimensiones, de una forma equilibrada, tiene que crecer todo lo que somos. Si se desarrolla uno sin los otros, o es mentira o es un error…
El señor Jesús, nuestro ejemplo, nos ofrece las pistas que nos hacen falta para esa evolución armonizada: Oración, limosna y ayuno-penitencia.






















La oración (mucho más que recitar como papagayos) es imprescindible para profundizar en nuestra relación con Dios; para exponerle lo que somos, dejar que él nos ilumine y fortalezca; conocer más y mejor su pasión por nosotros.
La limosna (mucho más que dar unas monedas a la puerta del súper, entendida como compartir; el entregar, el poner al servicio nuestras capacidades, tiempo y propiedad) enriquece nuestra relación con el hermano, nos conecta con la paz, la justicia y el Reino.
El ayuno y la penitencia (si la comprendemos más allá de cambiar un filete por langostinos, o de buscar formas de imponernos sufrimientos inútiles que a Dios ni le agradan, ni necesita para nada) nos ayudan a superar las dependencias y falsas protecciones  que, sin querer,  nos vamos poniendo encima con el paso del tiempo por culpa de nuestros complejos e inseguridades; nos hace más libres y auténticos a nosotros mismos.
Así comprendo yo este tiempo litúrgico recién estrenado, la mejor manera de prepararnos para celebrar a un Dios que, por amor, se deja asesinar y que, por el mismo amor, destruye la muerte es precisamente esa: abriéndonos a ese amor que nos transforma.
Me gusta pensar que, gracias a esta nueva cuaresma que se nos regala, dentro de cuarenta días seremos mejores; más hermanos; más de Dios.

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