La fiesta de hoy, la de la trinidad es la fiesta de la comunidad, de la fraternidad, del amor… tenemos un Dios que es uno, pero que también es diversidad en esa unidad; Dios es amor y el amor no puede más que darse, comunicarse…
Puede que sintamos que el misterio Trinitario nos resulta un poco ajeno e indiferente, quizás porque hoy ya no comprendemos esas categorías filosóficas de las naturalezas y las personas; pero no es así, estamos ante algo que nos afecta muy directamente, porque esa naturaleza de nuestro Dios se plasma profundamente también en nosotros, en el ser humano.
El amor nos unifica en dignidad; potencia nuestras identidades; borra las diferencias; conecta profundamente nuestras vivencias y sentir. Nos une y nos distingue. Cuando amamos de verdad, a la vez que nos sentimos reforzados y más seguros en nosotros mismos, nos descubrimos tan unidos al amado que el yo se difumina, se confunde en un nosotros… estos dos sentimientos no se pueden separar, el uno lleva al otro y viceversa. Puede que esa experiencia plenamente humana nos sirva para atisbar ese misterio de Dios, el de ser completamente uno y varios a la vez, para asomarnos a la inmensidad de lo que es ese amor.
Y es importante tenerlo en cuenta, porque eso afecta directamente a nuestra vida y relación con Él y los hermanos.
Porque lo esencial a nuestro ser es el amor y cuanto más humanamente vivimos, conforme amamos, más cerca descubrimos a Dios; Cuanto más cercano a nosotros lo experimentamos, más nos desborda su trascendencia; al sobrecogernos ante su infinitud, nos reconocemos en nuestra humanidad… y eso nos devuelve ¡cómo no! al amor.
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