Pentecostés: se abren de golpe todas las puertas y ventanas que estaban atrancadas y sopla con fuerza el viento de Dios, llevándose por delante todo el miedo y sus trincheras.
El Espíritu de Dios se nos ha dado, el que nos capacita para ser -todos juntos- el cuerpo de Cristo aquí en esta Tierra; el que nos permite darnos, ser sangre derramada y pan partido en el amor.
Sin embargo, a pesar de que hemos recibido ese Espíritu, que está en la comunidad, son muchos los cerrojos que aún permanecen firmes en su cerrazón, muchos los temores e inseguridades que se esconden tras ellos; en la vida de cada uno de nosotros y en la de toda la comunidad eclesial.
Yo me pregunto por qué nos cuesta tanto dejar que ese don vuele libre; que esa brisa infle nuestras velas; que ese fuego nos consuma….
Y la respuesta me aparece con facilidad: no es fácil dejar que el corazón sea libre, desnudar el alma, sacarlo fuera y dejar que explote de vida.
El Espíritu arranca las durezas y la frialdad de nuestra entraña; nos empuja a exponernos; a despojarnos; a dejar que el amor nos dé una cuchillada y nos parta en dos. La autenticidad, la plenitud, la unidad, la libertad, nuestra dignidad y felicidad es la oferta de Dios, pero nada de eso cae del cielo. Supone contracciones de parto, sangre, pasión, intemperie… y eso duele; como duele el amor, no el de color rosita, sino el verdadero, con toda su dureza y realidad.
Pero es un precio insignificante si tenemos presente lo que hay tras él; como lo es el alumbramiento para una madre que ya tiene a su bebé entre los brazos. No podemos permitir que la cruz nos prive de la resurrección; que el miedo nos arrebate la paz y la alegría sin límites.
Hoy es Pentecostés, la fiesta que nos habla de posibilidad, de fraternidad, de comunión y diversidad; la celebración de lo nuevo, de lo creativo, de lo imprevisible de Dios… hoy es un buen día para recordar que –aunque duela- no podemos dejar de abrir las jaulas y conseguir que vuele libre el Amor.
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