Hay una persona extraordinaria que hoy me ha llamado. Tiene un corazón inmenso y dedica la mayor parte de su tiempo a Caritas, trabajando voluntariamente por uno de los colectivos que menos se tienen hoy en cuenta. Se ha puesto en comunicación conmigo porque se sentía muy mal y necesitaba desahogar y llorar con alguien.
Me ha contado que acaba de salir de unas gestiones que habían tenido un desenlace inesperado y perjudicial para la persona a la que estaba intentando ayudar. Sentía en sus carnes la pena de ese hombre, sufría con su situación y, además, le atormentaba la duda de si se había hecho lo correcto o si habría existido la posibilidad de otras vías de actuación que, quizás, hubiesen acabado mejor.
Mientras hablábamos, también me compartía lo inapropiado que le parecía estar llorando en lugar de mostrar una seguridad “más profesional” y yo le he contestado “¡a mí me lo vas a decir!, ¡al cura que no puede evitar que se le salten las lágrimas en los funerales o cuando las personas le confiesan sus sufrimientos!”
Verdaderamente, comprendo muy bien su sentir y su pesar: el no poder impedir implicarte con las gentes y sus problemas; el no poder hacer nada más que rezar (y nada menos) en la mayor parte de las situaciones; el pensar que no lo estás haciendo bien, que no estás a la altura de la responsabilidad que un hermano supone cuando se pone en tus manos…
Esta noche le diría a mi amiga que no se avergüence, que sólo comete errores el que apuesta y trabaja; que sus lágrimas son preciosas y que, aunque las cosas no hayan tenido el fin deseado para aquella persona, ahí ha estado ella, dispuesta a ayudar y acompañar… ahí está cada día, con tantos y tantos hermanos de los que nadie se acuerda, y esa presencia y voluntad ya son, en sí mismas, la mejor asistencia que se puede ofrecer.
Eso es también lo que hoy he querido dibujaros a quienes podáis leerme: un hombre y una mujer desnudos, desvalidos, arropados únicamente por sus lágrimas, por un llanto compasivo y comprometido; dos personas que en su pobreza ofrecen las manos a Dios y –por Él- a la humanidad.
Son manos vacías, sí, pero entregadas y en ese gesto es cuando la nada se llena de amor.
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