En mi camino de fe, no han faltado las ocasiones importantes, momentos fuertes, como mis primeros campamentos de niño, la primera pascua a la que fui, el descubrimiento de la vocación, mi profesión definitiva, la ordenación…
Experiencias intensas que siempre recordaré y que han marcado mi recorrido como hombre y creyente. Sin embargo, no son esos momentos cumbre los que definen mi relación con Dios.
Son las cosas pequeñas, las cotidianas, las que se pueden pasar por alto, las que, verdaderamente, poco a poco me van conformando en la fe.
Los silencios cómplices, los guiños secretos que sólo yo puedo descubrir, las situaciones en las que Dios me encoge el corazón, las pequeñas lecciones de confianza, la belleza que se me desvela, la mano que me sujeta con firmeza cuando tengo miedo… el amor que siento a diario me pase lo que me pase y esté donde esté, es lo que de verdad, me hace ser.
Pero claro, precisamente esas pequeñas cosas que son las más importantes, son las que más fácilmente se nos pueden escapar a la atención; las que, porque son gratuitas y frecuentes, son las que menos valoramos. Es necesario pararse para dejarse afectar por ellas.
Me gusta pensar que yo también soy para Dios una de esas cosas pequeñitas, habituales, pero necesarias en el amor. Disfruto sintiéndome el centro de su atención y cariño; acurrucándome en esa pasión sin límites.
Puede que todos debiéramos abrir los ojos con más constancia a esa realidad, a ese amor loco y desmedido que nos persigue por mucho que nosotros no queramos atenderlo… quizás así seríamos más conscientes de lo que somos: una pieza única, una joya diminuta, sí, pero valiosísima en el tesoro de la creación.
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