Esta mañana me he levantado muy,
muy temprano para llevar a la estación a un hermano que salía de viaje. Hace
mucho tiempo que ya no suelo estar a esas horas por la calle y me ha llamado
mucho la atención la tranquilidad y la soledad de una vía que habitualmente
encuentro repleta de bullicio y actividad: eran los mismos lugares por los que
paso todos días mil veces pero todo parecía tan distinto…
Todos somos un poco así, como
nuestras ciudades, ajetreados, ocupados y preocupados, con montones de afanes
cotidianos pero también con nuestras desiertos, silencios y vacíos; unas veces lo que destaca es lo primero y
parecemos pletóricos , incluso nos lo creemos así, pero en otras ocasiones lo
que aflora es el segundo aspecto y también pensamos que así es toda nuestra
realidad… aunque nos conozcamos bien, para bien o para mal llegan momentos en
los que no nos reconocemos, en los que nos sorprendemos a nosotros mismos o nos
da la sensación de que pisamos arenas movedizas…
Sin embargo esta mañana, cuando
el archiconocido camino hacia el garaje se me hacía tan extraño que casi
empezaba a darme miedo, de repente, me
he cruzado con una persona que me ha saludado; sólo la conocía de vista, los
domingos viene a misa a la parroquia, pero nunca había hablado con ella. El
caso es que su saludo me ha confortado por dentro y me ha devuelto, en medio de
esa oscuridad callada, la conciencia de que estaba en mi propio barrio, en mi
ambiente de siempre.
En la vida también hay alguien
que siempre está ahí; un Dios que, por muy desamparado que te puedas sentir, no
deja jamás de nombrarte; de calentarte el alma y recordarte quien eres de
verdad.
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