Hoy el día ha sido intenso, las
horas han estado repletas de actividades muy diversas y que, como suele
pasarme, me han dado mucho que pensar.
Después de la primera en casa,
marchaba a pasar la mañana en un colegio para celebrar dos eucaristías más con
los chavales. Siempre que celebro suelo fijarme mucho en las caras de los
asistentes, no porque sea muy observador, que no lo soy ¡para nada! Sino porque
necesito saber si me están siguiendo o si, por el contrario, los aburro.
Pues bien, cuando compartes la
misa con adolescentes nunca sabes muy bien lo que estás pensando: igual los
encuentras distraídos como que parece que se interesan por lo que dices; que
conectan con lo que les estás contando… y, normalmente, yo no puedo evitar
pensar en su futuro. Posiblemente muchas de las cosas que les podemos contar
los mayores les resultarían de gran utilidad en el presente y el día de mañana,
si fuesen capaces de acogerlas; pero también es cierto, y eso nos ha pasado a
todos, que uno tiene que equivocarse, cometer sus propios errores y fracasar
para poder aprender de verdad.
Por la tarde, después de mi
reunión comunitaria de los miércoles, atendía a una persona que también venía a
hablarme de cómo se encontraba. Se sentía muy fracasada, a lo largo de su vida
había comenzado y peleado por hacer realidad muchos propósitos y proyectos…
todos y cada uno de ellos parecían haberse ido al garete, pero ¡no era una
persona infeliz! Todo lo contrario, a pesar de las decepciones, seguía deseosa
de volver a intentarlo, de continuar poniendo en práctica sus deseos y
convicciones.
Inevitablemente, me acordaba de
una conversación que tuve este fin de semana en Madrid acerca del fracaso de la
cruz. Un hermano me comentaba que, en medio de esta cultura del éxito, había
que recuperar la mística del fracaso.
Si Dios no se cansa de buscarnos
una y mil veces a pesar de nuestros continuos desaires; si la tortura y el
asesinato de Jesús en la cruz no invalidan lo vivido, el Evangelio predicado y
disfrutado, la sanación y la libertad que nos trajo; si Dios, al resucitarlo,
nos muestra que donde realmente están la
victoria y la sabiduría es en aquello que parece necedad y escándalo a los ojos
del mundo; entonces nosotros, si vivimos desde Dios, no podemos contemplar
nuestras derrotas o las de la propia
humanidad como el final de nada, ni tampoco instalarnos en el desánimo o la
dejadez…
Con cada desengaño, con cada
batalla que parece que hemos perdido, podemos aprender, crecer, encontrar
pistas y estrategias para la siguiente… siempre hay que levantarse y volver al
ring de la vida; recomponer las ilusiones, la convicción de un mundo mejor, el
deseo de responder a nuestra vocación y volver a apostar; continuar siempre adelante sin tener en cuenta los
resultados porque, al final, la auténtica vida está precisamente ahí, en la
lucha cotidiana por construir ese sueño que es el Reino de Dios.
Ayer leía en el libro de Jesús de Nazaret esto que me ha recordado tu artículo..." El evangelista Juan reúne la palabra cruz y resurrección " La cruz es el acto del éxodo, el acto de amor que se toma en serio y llega hasta el extremo; y por ello es el lugar de la gloria, del auténtico contacto y unión con Dios que es Amor " como decía mi catequista, la vida esta llena de muertes y resurrecciones, pero Dios siempre está ahí acompañándonos, para ayudarnos a levantar cuando caemos....
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