El artista supo darle un toque a ese rostro de Nuestro Padre que transmite al observador distintas sensaciones, como si los rasgos de esa cara cambiaran según el día.
Está enfrente de la entrada a la sacristía y paso por delante de él muchas veces al día, especialmente antes y después de misa o al abrir y cerrar el templo. Desde mi prenoviciado he encontrado en esa imagen algo especial; ahora he adoptado la costumbre de rezar todas las noches ante esa talla; cuando el día termina y he cerrado ya la Iglesia, me suelo quedar un rato ante mi fundador y después le canto el himno “o Lumen”.
(muy bonito por cierto: )
Es sólo una madera, tallada y pintada con maestría, por supuesto, pero en ella un hombre plasmó la magia de su arte y sobre ella se concentran también mis sentimientos y experiencias. ¿Será cosa de mi imaginación? ¿del subconsciente? Puede ser… pero quién ha dicho que esas no sean –como tantas otras- las herramientas de las que Dios se vale para acariciarme el corazón?
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