En estos días estoy de aniversario, anteayer hacía diez años que comenzaba el noviciado, a principios de octubre serán 11 los que lleve ya en la orden y tal día como hoy, fiesta de la Santa Cruz, hice mis votos religiosos.
Me siento especialmente contento y preparando la breve homilía de la eucaristía de hoy, me daba cuenta de que no me había podido tocarme una fiesta mejor para la ocasión.
Estamos muy acostumbrados a la cruz, tanto que ya no vemos lo que es en realidad. La cruz es soledad, muerte, dolor, incomprensión, injusticia, burla, persecución… la de Cristo, es la misma cruz que la de tantos hombres y mujeres que hoy siguen padeciendo y muriendo en Somalia, en un prostíbulo de Tailandia, en Afganistán, en las calles de Calcuta… es el fruto de nuestro pecado, del egoísmo y la indolencia de los seres humanos.
Pero esa cruz, que nos mata (tanto al que está colgado de ella como a los que colocamos los clavos) es también la que nos salva, porque toda esa miseria e inhumanidad que tenemos en el corazón es asumida por nuestro Dios. A pesar de todo ello, nos ama y lo hace con locura y, desde luego, ese amor es infinitamente más grande y más fuerte que toda nuestra inmundicia junta.
Es un amor tan inmenso que transforma la cruz, haciendo de lo que es nuestra perdición, el árbol de la salvación. ¿Por qué? Porque ese Dios con nosotros, ese hombre que se desangra en la cruz, lo hace amándonos y no sólo eso, también entendiéndonos y justificándonos.
El mayor crimen de la historia, un Dios asesinado en nombre de Dios y, sin embargo, nunca hubo ni volverá a haber un amor así, que rompe toda medida y cualquier límite que se nos pueda ocurrir.
En la cruz, Cristo no sólo nos muestra ese amor, sino que además nos enseña que ya no hay nada que pueda acabar con nosotros, que por intenso que sea el dolor, la injusticia, el vacío… todo, si lo asumimos desde el Amor, nos hace más vivos, más humanos, más de Dios.
De lo que debía ser una vergüenza de la humanidad, nosotros los cristianos, hemos hecho nuestro signo; la señal de que estamos en cada gota de sangre que se derrama injustamente; en cada lágrima que brota de un niño hambriento; en todas las angustias de la humanidad… asumiéndolo todo desde el amor de Dios, tratando de llevar a todos su salvación.
Doy gracias al Padre, porque no podía haber un día mejor para entregar mi vida a Él en la Orden de Predicadores.
Es verdad. A mí todavía me sobrecoge que Dios decida acoger y asumir mi miseria, una y otra vez, y eso, por puro amor ¿qué podríamos hacer sin Él...? ¿seremos nosotros algún día capaces de asumir si quiera el sufrimiento de alguno de nuestros hermanos para poder devolverle al menos una milésima parte del regalo que Él hace con nosotros en cada minuto de la vida?
ResponderEliminar¡Cómo pasa el tiempo!... Tú recuerdas tus 10 años desde el noviciado. Y yo aún recuerdo más atrás. Incluso recuerdo el día en que nos conocimos... cuántos sueños compartidos, cuánto recordarnos mútuamente lo que Dios nos quiere, las oportunidades que nos da..., cómo nos entiende y nos justifica que decías tú en la reflexión..., PMD danos fuerzas para desactivar el sufrimiento de tantos, demasiados, para aprender a amar a tus pequeños, siempre más, siempre...
Bueno, por tu comentario de hoy, y el del otro cura deduzco que ando a años luz de lo que es la Teología. Y es que difiero (tal vez sea una locura)bastante de vosotros, pues yo veo en la Cruz esperanza y alegría.Sé indudablemente y no me cabe duda, lo muchísimo que sufrió nuestro Señor; pero... si con Ella nos trajo la Salvación, ¿por qué siempre se insiste en lo malo? Yo pienso que SALVANDO LAS DISTANCIAS, CLARO,cuando mi madre me parió (hace ya tantos años) debió sufrir muchísimo, pero no por ello estoy continuamente recreando ese dolor; y el día de mi cumpleaños no veo dolor sino alegría por darme la oportunidad de ver el mundo y poder amar. Gracias mamá y gracias Jesús por darme la vida.
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