Raro es el día en el que no me
sorprendo gratamente con el ser humano: en un video que veo en internet; en una
conversación con alguna persona; en aquella señora que da una lección de
humildad y es capaz de pedir y dar perdón; en ese hombre que se vuelca por
completo con un hermano que necesita ayuda; en un grupo que supera una vez más
mis expectativas….
En muchas de las bodas a las que
asisto, recomiendo a los novios que no caigan nunca en la rutina; que no
lleguen a equivocarse creyendo que ya conocen del todo a su pareja; que no
dejen de sorprenderse mutuamente. Esta noche se me ocurre que en nuestro camino
de creyentes, también relación de amor con Dios, podríamos aplicarnos el
cuento.
Es bastante evidente que Dios
siempre es una sorpresa, que sus caminos no dejan nunca de sobrecogernos pero
¿y al revés?
En la eucaristía de hoy me
gustaba encontrarme con ese Jesús que también se sorprendía y admiraba ante la
fe del centurión. Ese hombre, que era mal visto por el judaísmo, se presenta
ante Jesús reconociendo la propia debilidad, demostrando amor por sus hermanos,
dando la cara por ellos y confiando plenamente en Dios... Esa es la verdad del romano;
la que asombra a Jesús y le trae la
salvación; también la que desenmascara a quienes, creyendo que tienen agarrado
a Dios, en realidad están muy lejos de Él, porque no se preocupan por mimar ese
amor, por sorprender a su amado; la verdad del autentico amor y la confianza real
que rompe los muros del prejuicio, las fronteras y las distintas identidades;
que va más allá de las iglesias, los templos y preceptos.
Es bonito pensar que también
nosotros podemos sorprender al Señor; que en cualquier momento, mañana mismo,
podemos hacer que Dios se asombre con nosotros… con un gesto que tengamos; con
una herida que nos curemos; con un perdón que sepamos regalar; con una
esperanza que resucita; con una opción que tomemos desde la fe y el amor…
El adviento es una buena
oportunidad para que nosotros también aprendamos a ser “románticos” con Dios.
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