Anoche llegaba al convento uno de
mis hermanos más jóvenes que está estudiando en Roma y, de camino a la casa de
su familia, ha hecho un alto para pasar unas horas con nosotros. Como coincidía
con el día de los inocentes en la comunidad le habíamos preparado una bromilla.
Otros años no me acuerdo de esa
simpática tradición, pero esta vez sí lo he tenido presente: nos hemos gastado
bromas unos a otros; he estado en guardia, atento para que no me la dieran a mí
y he leído, con una sonrisa en los
labios, las historias inverosímiles que los amigos contaban en las redes
sociales.
Por otro lado, tampoco se me ha
ido de la cabeza que hoy hace un año que Paco se nos fue a la casa del Padre.
Así es la vida, una mezcla
extraña de experiencias, de sentimientos encontrados; imagino que, en estas
fiestas tenemos eso más presente: nos reunimos y disfrutamos pero nos resulta
inevitable el acordarnos especialmente de aquellos que ya no están o de las
sombras que nos amenazan. Sé que no es esa la principal razón, pero puede que
esa sea también una la causa de que, en medio de unas celebraciones tan
entrañables, nos encontremos con el relato de una tragedia como la de los
santos inocentes… es posible, incluso, que por eso la tradición haya mezclado, en
una sola cosa, el humor, el absurdo y la risa con algo tan tremendo como una matanza de
inocentes…
Estaba yo con estos pensamientos y
me ha llegado la puntilla cuando, sin esperarlo, se ha terciado una velada de
cine con mi ahijado y he visto “Los Miserables”. Emocionado he vuelto a presenciar
esa bella y profunda historia que te
presenta la realidad de tantos “santos inocentes”, victimas de la historia, de
la injusticia y el egoísmo. En medio de todos ellos, cada personaje representa
una forma de responder ante la tragedia humana: están los que, como payasos se
arrastran en pos del dinero; quienes valientemente dan la vida por un ideal; el
fariseo atrapado por la ley, el deber y lo correcto… y está también Jean
Valjean.
Él, dice al comienzo de la
narración, hace suyas las palabras que un sacerdote le ofrece, que su vida es de Dios y desde esa perspectiva
es como afronta el sinsentido; el mismo vacío del que había sido rescatado por Dios y tras el cual se abría una oportunidad nueva y llena de
plenitud… la existencia del que puede ser misericordioso porque se sabe
beneficiario de la Misericordia; la del que va más allá de lo conveniente, los
ideales políticos, los bienes materiales o la ley para vivir desde y por lo “humano”…
la del que responde a lo absurdo con un sentido de vida.
Nuestra Navidad no es un ensueño pasajero de lucecitas y
espumillón; no es un paréntesis agradable pero fugaz… es la propia realidad del
mundo y de las gentes que lo habitan; es un niño que nace miserable entre lo
miserables; es un Dios que viene a salvarnos de la banalidad y la sinrazón.
Porque, digan lo que digan, en esta vida hay cosas que no se
pueden explicar, que no tienen sentido ni desde lo mundano ni desde lo divino…
que sólo podemos asumir apostando por nuestra propia humanidad, por nuestra
auténtica verdad; como lo hace Dios en una cuadra de Belén.
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