Supongo que todos somos más o menos conscientes de que, en esta vida, tarde o temprano llegan momentos en los que se pone a prueba o en juego nuestra fe y lo que predicamos.
Esta tarde me llegaba a mí una de esas ocasiones: bajaba a abrir la Iglesia más temprano que de costumbre, porque hoy tenía que atender el despacho parroquial. Al llegar a la placita que hay en la puerta de la Iglesia sentí la bofetada del fuerte calor que hace por estas tierras en estos meses, resoplé, me saqué del bolsillo un pañuelo para secarme los sudores y me dirigí a la cancela, entonces lo ví.
Tirado en los escalones por los que se accede a la plaza había un señor, evidentemente alcoholizado, sin sentido y obstaculizando por completo la entrada…
Un escalofrío me recorrió el alma, lo reconocí enseguida porque llevaba varios días merodeando por aquí, embriagado e insultando a las personas que pasaban. Inmediatamente la pregunta: ¿qué hacer?
Como en los dibujos animados que veía de pequeño, dos vocecillas empezaron a susurrarme al oído. Una estaba asustada y me decía que lo dejara estar, que me metiera dentro de la Iglesia e hiciera como si no pasara nada; que a lo mejor era un hombre violento, que reaccionaba mal si lo despertaba; que qué iba a decirle ¿Qué se fuese a otro sitio que aquí molestaba?...
La otra me decía que era un hermano, que a lo mejor le pasaba algo; que no podía dejarlo así; que cómo iba a tener el valor de celebrar la eucaristía con él en la conciencia; que lo que predico tengo que tratar de vivirlo…
Entré y salí del templo varias veces, inquieto e indeciso, supongo que con la secreta esperanza de que en una de esas se hubiese despertado y marchado…pero no, ahí seguía, tirado, en la puerta de la Iglesia.
Habrían pasado un par de minutos que se me estaban haciendo eternos, entonces recurrí a un hermano, al fraile más joven de la comunidad para contarle, preguntarle y escuchar la respuesta que yo ya sabía que me iba a dar.
Las palabras de mi hermano acallaron del todo la voz temerosa que me estaba atando las manos y el corazón y, con decisión volví a cruzar la nave central derecho hacia la puerta.
Con cuidado le toqué el brazo y él se despertó de un respingo. No sé las horas que llevaría ahí, inconsciente bajo un Sol implacable y peligroso (en esta ciudad son más habituales de lo que quisiéramos las muertes por golpes de calor), el caso es que me ha mirado y yo le he visto la cara, por primera vez me he fijado en sus rasgos marcados por el alcohol y la calle, su mirada asustada.
¡Agua! ¡agua! Me dijo casi sin voz… y otra vez he cruzado la Iglesia corriendo a por una botella de agua fresca que él se bebió con avidez. Después la conversación, como acababa de despertar estaba sobrio y he sabido su nombre, el lugar donde nació, las calamidades que sufre y¿ el futuro?
He hecho algunas llamadas para que viniesen a atenderlo, él no ha consentido en ir a ningún centro, decía que estaba muy desaseado y verdaderamente era así, pero sí me ha expresado el deseo de buscar alguna salida.
No lo sé, se ha marchado sin que yo pudiese hacer más…
Luego recibía la visita de otro sacerdote que venía con unos jóvenes. Han organizado una celebración el próximo viernes aquí en la parroquia y venían a ultimar detalles. Lo primero que han hecho al llegar también ha sido pedirme agua.
Que situaciones tan distintas, un anciano abandonado y devorado por el vino por un lado y unos jóvenes esperanzados y comprometidos por el otro y, sin embargo, una misma necesidad.
Al final, por la noche, unos matrimonios hermanos me invitaban a un rato de gloria. Una azotea preciosa y fresquita, una cena extraordinaria y una compañía aún mejor. Un rato de esos en los que uno dice ¡qué bien se está aquí! Y he vuelto a pensar en el anciano, en los jóvenes y en el agua…
Meditaba sobre este día, en los miedos vencidos, en los prejuicios derribados, en la humanidad que nos empeñamos en encerrar a cal y canto, en que tendernos la mano unos a otros es mucho más sencillo de lo que pensamos aunque –sin lugar a dudas- nos complique la existencia.
El calor que nos ahoga a veces, es como la vida, que también asfixia en ocasiones. En esos momentos todos necesitamos agua y alguien que nos la ofrezca.
“Yo soy el agua viva… Todo el que beba de esta agua, que yo le dé, ya no tendrá sed jamás.”
Hiciste lo que todas/os debíamos hacer, mostrar nuestra preocupación por la situación. Yo siempre me digo que algo terrible debe ocurrir para que lleguen a esa situación. Colaboro en la asociación "Elige la Vida" que intenta mejorar las condiciones de vida de este sector: las drogodependencias y la exclusión social. Quería que superiras que existimos.http://www.eligelavida.org/ev_fines.html
ResponderEliminarOjalá todos fuesen como tú.Hay otros que se dan la vuelta y ya está.Lo que no sé es como fuiste a hablar con nadie,si tú sabías realmente lo que tu corazón te dictaba.Hubieses vuelto de todas maneras,lo sé.Gracias por ser así.TQ.Bss
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