De vuelta al convento vengo pensando que, posiblemente, la hospitalidad y la acogida (que son importantísimas en otras religiones y culturas) es un valor que en nuestras sociedades no deberíamos dejar que se perdiera.
Tengo experiencia de otras visitas en las que lo primero que te dicen es la lista de normas de su casa, lo que se puede o no hacer en cada sitio y hasta si te tienes que quitar los zapatos o no. La verdad es que en esos momentos yo no me siento cómodo, te da la sensación de que eres una molestia; que por estar en casa ajena tienes que convertirte en tu anfitrión y si no te gusta, ¡a la calle! y se me pasa el rato deseando que llegue el momento de marcharte para poder respirar.
Hoy se habla mucho de la tolerancia o el respeto, pero parece que los entendemos como la aceptación de la diferencia y lo genuino del otro, pero a distancia… “tú puedes ser como quieras, siempre y cuando que a mí no me genere molestias o no me afecte”
La acogida, en cambio, tiene más de volcarse en el bienestar del que llega, de ampararlo, de dárselo todo: el centro ya no soy yo ni mi propia comodidad sino es el “tú”, como ha hecho esta familia que hoy nos había invitado.
El asunto pasa a una dimensión mayor cuando hablamos en cristiano, en María de Nazaret encontramos el mejor ejemplo de lo que quiero decir. Ella recibió la acción del Espíritu de Dios, fue capaz de vaciarse de todo para “acoger” a Dios y dejar que Él fuese el centro de toda su existencia.
Nosotros también queremos hacer eso, cada día más y mejor; pero es imposible que eso ocurra si, como María, no somos capaces de hacerlo también con el ser humano: acoger, sin condiciones, dejar que los demás nos afecten, nos transformen, nos cambien la vida…
Sólo así, más allá de la comodidad, las normas y los egoísmos, podemos abrirle la puerta, de verdad, a nuestro Dios.
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