¡Bueno! Pues mañana tempranito salgo, junto a dos monjas muy queridas, camino de Madríd.
La jornada Mundial de la Juventud y la organización de la misma vienen envueltas en la polémica: desde algunos sectores de la Iglesia, y desde fuera de ella, se dice que es un gasto excesivo, especialmente en estos tiempos de crisis o que es únicamente una demostración de “poderío” y un baño de masas para la jerarquía.
Es más que posible que muchas de estas críticas contengan mucha verdad y pienso que lo ideal sería que fuésemos capaces de atenderlas para poder hacer las cosas mejor en el futuro (¡cuánto hemos crecido en la Iglesia cuando hemos sido capaces de escuchar lo que se nos reprochaba!)
Sin embargo, en esta ocasión, a mí me puede el sentimiento y voy a Madrid deseoso de reencontrarme con los hermanos y hermanas de todas partes del planeta, los que ya conozco y los que voy a tener el gusto de conocer. Porque creo que, ante todo, lo que se celebra en nuestra capital es un encuentro entre los hermanos y todos juntos con nuestro Dios y eso no queda invalidado por una gestión más o menos acertada o por los errores humanos.
Todo en la vida y en particular en la Iglesia tiene una doble cara, el soplo del Espíritu por una parte y las torpezas humanas por otra, y hemos de ser conscientes de la existencia de las dos. Si solo nos quedamos con la primera, corremos el riesgo del fariseísmo, de encerrarnos en nuestros círculos eclesiales creyendo que tenemos a Dios en exclusiva; si solo vemos el pecado de la Iglesia… apaga y vámonos, nos convertimos en unos amargados resentidos que sólo saben criticar y que poco tienen que ver con el Evangelio.
Ambos deben estar presentes en nuestra forma de vivir y comprender a la gran y variada comunidad que somos para poder dialogar, construir, convertirnos, dar testimonio significativo y ¡disfrutar todos juntos! Que, a fin de cuentas, es el principal deseo de nuestro Dios.
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