Hoy hemos recibido en la parroquia a un montón de jóvenes de diferentes lugares que venían a celebrar la eucaristía, van camino de Madrid y esta semana están por aquí.
Para mí ha sido una inmensa alegría, no todos los días ve uno una iglesia tan grande como la nuestra repleta de gente joven, ha sido todo un privilegio.
Durante la celebración no he podido evitar que me llamara la atención la diversidad que estaba contemplando, no sólo en las lenguas y en las razas, lo que me sorprendía, sobre todo, eran las costumbres tan distintas que se evidenciaban en las actitudes, los gestos y las disposiciones del personal.
Algunos han participado de la eucaristía más o menos como yo (lo que a primera vista te parece que es lo normal) por aquí, otros bailaban con las canciones, allí una se ha puesto una mantilla en la cabeza tras el ofertorio; más allá había quienes expresaban con el cuerpo la emoción del momento. De pie, de rodillas; con las manos abiertas, juntas o con los brazos cruzados… estaba ante una maravillosa exposición de formas de vivir la fe.
Enseguida me he dado cuenta de que lo mío no era necesariamente lo normal, que lo que aquí se hace raro, para otras culturas o sectores de la Iglesia es habitual y tan válido como lo que yo expreso.
Cuando todo ha terminado he ido a recoger a un fraile amigo mío que viene de paso. Cómo me gustan esos encuentros en los que hablamos de “nuestras cosas”: cada uno cuenta su misión, con las alegrías y los obstáculos; comentamos las noticias de la Orden; hacemos planes y soñamos el mañana. Juntos hemos ido a cenar con otros amigos con los que compartimos también la fe.
Ahora que estoy en casa, me regodeo pensando en lo bien que se está con los hermanos y me doy cuenta de que aquellos que creía “extraños” son tan hermanos míos como estos con los que he disfrutado la velada; a todos, a unos y otros, nos ha llamado el mismo Jesús; todos compartimos esa playa en la que el maestro se acercó y nos invitó a seguirle como locos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario