Esta Semana Santa, hemos recibido
en el convento a un jovencísimo prenovicio que pasará estos días con nosotros
para echar una mano en la parroquia. Anoche, salimos a ver algunas procesiones,
entre las que estaban algunas del barrio donde crecí. Hacía bastante tiempo que
no iba a verlas y, el ambiente de las calles, los sonidos, los olores… todo me
revolvió por dentro y me hizo volver a aquellos tiempos en los que era un
chavalín y salía a ver cofradías con mis amigos. Como por arte de magia
volvieron con intensidad a mi corazón infinidad de momentos, rostros y detalles
de aquella época en la que yo no sabía nada de casi nada…
Después descubrí el sentido de
estos días, empecé a participar de las pascuas juveniles y ese nuevo horizonte
que se abría ante mis ojos fue dejando atrás aquella costumbre.
Este año, de nuevo, marcho con un
grupillo de jóvenes para celebrar la Resurrección junto a las hermanas en un monasterio.
Empezamos mañana y he pasado toda la tarde ultimando los detalles para el viaje
y la experiencia. Mientras intercambiaba mensajes con el resto de
participantes, concretando horas y lugares, junto a la ilusión de lo que está
por venir, también se me ha despertado, otra vez, la nostalgia.
Son es de extrañar: son muchos
años ya, festejando en estos días la Vida; tantos hermanos y hermanas; montones
de ilusiones, aprendizajes, fe, descubrimientos y pasión… No creo que estos
ataques de sensibilidad que me están asaltando sean fruto de la casualidad.
Estos días centrales de la fe, son muy especiales para todo eso…
Con frecuencia se nos impone la dureza
de la cruz, la fuerza del sepulcro… son experiencias que nos sobrecogen y con
razón… pero no podemos olvidarnos de lo más importante, de aquello que da
razón, ilumina y cristianiza esos
momentos: ante todo, en estos días, estamos celebrando la potencia del AMOR, de
la intimidad de Dios con nosotros que, sin merecerlo en absoluto, hemos
recibido… así que debe ser normal que
uno tenga derretido el corazón ¿no?
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