La parábola de la higuera que hoy
nos presentaba el Evangelio, sigue siendo, tantos siglos después, muy gráfica y
sugerente. Ese árbol frutal, esbelto, voluminoso e imponente pero que no da
frutos me despierta infinidad de reflexiones: sobre nuestra forma de vivir la
religión, la Iglesia y sobre nosotros mismos… habla de todo aquello que parece, pero no es…
Y hoy mismo, veía una entrevista
en la que alguien no dejaba de ofrecer justificaciones, buenas intenciones y
propósitos sobre su vida; sólo palabras que el tiempo ha demostrado que eran
precisamente eso, palabrería y ya está; muchas hojas que ocupan espacio y que
intentan esconder la verdad.
Todos tenemos esos follajes, unos
más y otros menos, para intentar disimular una realidad que no nos gusta, que
no queremos aceptar… y nos agarramos a ellos, y nos empeñamos en alimentarlos
olvidándonos de lo que realmente vale la pena: los frutos de amor de cada día.
Esa frondosidad de mentira puede ser la nostalgia
de otros tiempos que engañosamente se recuerdan como mejores; otras veces
adoptan la forma de una fingida realización superficial de lo que soñamos y
queremos; también puede ser una supuesta indiferencia frente a lo que nos duele
o amamos; un querer ser quienes no somos ni podemos ser… existe una tremenda
variedad de hojas que nos sirven sólo para dar sombra, para que no pase la luz
y no tener que afrontar nuestra verdad.
Llegamos a creernos que esa espesa
capa de hojarasca es lo que importa y podemos, incluso llegar a tirar nuestra
vida por la borda; precipitarnos al vacío engañados por esa equivocada
convicción.
Pero la parábola termina con una
nueva oportunidad, la que siempre nos regala el Señor; un Dios que no se cansa
de esperar nuestros mejores frutos.
Siempre es el mejor momento para
darnos cuenta de lo bello que es mucho de lo que tenemos; de esforzarnos por
hacerlo crecer, en lugar de ahogarlo; de poner amor en todo lo que hacemos; de
permitir que ese amor se desarrolle dentro y fuera de nosotros.
A las hojas, tarde o temprano les
llega el otoño; acaban cayendo y dejando al descubierto lo que quisimos
esconder. Son esos frutos, esa entrega amorosa e incondicional, la que en
realidad puede transformar eso que no nos gusta… dentro y fuera de nosotros.
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