domingo, 24 de marzo de 2013

24 de marzo. LOS DOS TRIUNFOS


Acabo de terminar los trabajos de este Domingo de Ramos, frenético e intensivo: las celebraciones de la mañana en la parroquia, con la iglesia abarrotada de gente; muchos amigos que se han pasado a celebrar con nosotros y, de paso, a verme; invitados para comer; mi ciudad en sus fiestas mayores;  más celebraciones por la tarde, una visita a un grupo de jóvenes que están celebrando la Pascua aquí cerca… como digo, un no parar, pero pleno de satisfacciones y alegrías.

Puede que, precisamente,  haya sido ese volumen de trabajo el que me ha posibilitado una profundización mayor en este día con el que se abre la Semana Santa. He encontrado muy cercano a la vida y al presente ese recibimiento multitudinario  que se le hace a Jesús, el entusiasmo que se le demuestra y también la fugacidad del mismo, porque no podemos olvidar que, los mismos que hoy gritaban “bendito el que viene en nombre del Señor”, en dos días seguirán gritando, pero entonces dirán “¡crucifícalo!”.
 
 

Entiendo que la alegría inicial procedía de una confusión: creían que, ese que llegaba, venía a meter en cintura a los romanos, a los fariseos y  a los poderosos que tenían sumido a Israel en la desgracia… ¡a “darles caña” a los demás! Porque, claro, todo lo que va mal siempre es culpa de los otros…

Pero cuando Jesús, en lugar de hacer eso, se dedica a expulsar a los mercaderes del templo, se junta con los apestados de la sociedad, a lavarle los pies al personal y a decirnos que, como Él, hemos de partirnos y repartir la propia vida por amor…. Cuando su desafío no se dirige a terceros sino, directamente a cada uno de nosotros, entonces ya no resulta tan atractiva la cosa; se vuelve más bien incómodo ese mensaje, nos molesta… y llega el maldito “¡Qué lo crucifiquen!”

Hoy, las calles de esta población estaban atestadas de personas, también con ramos en las manos, como entonces… pero sería muy ingenuo pensar que todas esas gentes estaban movidas por un verdadero deseo de acoger, de verdad, a Jesucristo….

También hoy necesitamos cambios profundos en la sociedad, tanto a nivel local como globalmente; deseamos igualmente una mayor coherencia y significatividad de nuestra Iglesia.

Es la transformación y la novedad que nos trae  ese hombre que viene montado en un burrito, sí, pero no a base de colarle la pelota al tejado del vecino, sino, asumiendo cada uno su propia responsabilidad; dejando que ese amor tremendo, que nos muestra hasta las últimas consecuencias, nos toque el alma a cada uno de nosotros y nos lleve a vivir de una manera radicalmente distinta.

Hoy, junto al jaleo de las calles,  también he tenido el privilegio de compartir ese otro camino alternativo con cincuenta chavales muy jóvenes que eran capaces de retirarse de todo y juntarse; para estar juntos y pasarlo bien, por supuesto, pero también para rezar, pensar, compartir…para ahondar en su interior. Me he quedado impresionado, otra vez, por estos jóvenes Maristas: por un trabajo y seriedad que no están reñidos con la alegría y la juventud.

Así es la cuestión y desde hoy mismo, se nos presentan los dos triunfos, en la Palabra y en la vida: por un lado el de las muchedumbres y  los flashes, los aplausos y las dignidades; el triunfo a nivel humano, que siempre es superficial,  efímero e interesado… y, por otro, el verdadero, el triunfo de Dios… que es el del amor sin límite ni condiciones, el que únicamente puede acariciar lo más profundo de nuestro ser y renovarnos por completo para darnos la VIDA.

Y en medio de los dos… una cruz.

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