Acabo de terminar los trabajos de
este Domingo de Ramos, frenético e intensivo: las celebraciones de la mañana en
la parroquia, con la iglesia abarrotada de gente; muchos amigos que se han
pasado a celebrar con nosotros y, de paso, a verme; invitados para comer; mi
ciudad en sus fiestas mayores; más
celebraciones por la tarde, una visita a un grupo de jóvenes que están
celebrando la Pascua aquí cerca… como digo, un no parar, pero pleno de
satisfacciones y alegrías.
Puede que, precisamente, haya sido ese volumen de trabajo el que me ha
posibilitado una profundización mayor en este día con el que se abre la Semana
Santa. He encontrado muy cercano a la vida y al presente ese recibimiento
multitudinario que se le hace a Jesús, el
entusiasmo que se le demuestra y también la fugacidad del mismo, porque no
podemos olvidar que, los mismos que hoy gritaban “bendito el que viene en
nombre del Señor”, en dos días seguirán gritando, pero entonces dirán “¡crucifícalo!”.
Entiendo que la alegría inicial
procedía de una confusión: creían que, ese que llegaba, venía a meter en cintura
a los romanos, a los fariseos y a los
poderosos que tenían sumido a Israel en la desgracia… ¡a “darles caña” a los
demás! Porque, claro, todo lo que va mal siempre es culpa de los otros…
Pero cuando Jesús, en lugar de
hacer eso, se dedica a expulsar a los mercaderes del templo, se junta con los
apestados de la sociedad, a lavarle los pies al personal y a decirnos que, como
Él, hemos de partirnos y repartir la propia vida por amor…. Cuando su desafío
no se dirige a terceros sino, directamente a cada uno de nosotros, entonces ya
no resulta tan atractiva la cosa; se vuelve más bien incómodo ese mensaje, nos
molesta… y llega el maldito “¡Qué lo crucifiquen!”
Hoy, las calles de esta población
estaban atestadas de personas, también con ramos en las manos, como entonces…
pero sería muy ingenuo pensar que todas esas gentes estaban movidas por un verdadero
deseo de acoger, de verdad, a Jesucristo….
También hoy necesitamos cambios
profundos en la sociedad, tanto a nivel local como globalmente; deseamos igualmente
una mayor coherencia y significatividad de nuestra Iglesia.
Es la transformación y la novedad
que nos trae ese hombre que viene
montado en un burrito, sí, pero no a base de colarle la pelota al tejado del
vecino, sino, asumiendo cada uno su propia responsabilidad; dejando que ese
amor tremendo, que nos muestra hasta las últimas consecuencias, nos toque el
alma a cada uno de nosotros y nos lleve a vivir de una manera radicalmente
distinta.
Hoy, junto al jaleo de las
calles, también he tenido el privilegio
de compartir ese otro camino alternativo con cincuenta chavales muy jóvenes que
eran capaces de retirarse de todo y juntarse; para estar juntos y pasarlo bien,
por supuesto, pero también para rezar, pensar, compartir…para ahondar en su
interior. Me he quedado impresionado, otra vez, por estos jóvenes Maristas: por
un trabajo y seriedad que no están reñidos con la alegría y la juventud.
Así es la cuestión y desde hoy
mismo, se nos presentan los dos triunfos, en la Palabra y en la vida: por un
lado el de las muchedumbres y los
flashes, los aplausos y las dignidades; el triunfo a nivel humano, que siempre
es superficial, efímero e interesado… y,
por otro, el verdadero, el triunfo de Dios… que es el del amor sin límite ni
condiciones, el que únicamente puede acariciar lo más profundo de nuestro ser y
renovarnos por completo para darnos la VIDA.
Y en medio de los dos… una cruz.
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