Hoy el día lo he empezado con una de mis cada vez más famosas meteduras de pata.
Resulta que hoy tenía que decir unas palabras a unas religiosas muy queridas que estaban de retiro. Como siempre voy fatal de tiempo, anoche me quedé hasta bien entrada la madrugada preparándome ese ratillo que íbamos a compartir; así que esta mañana –casi sin dormir- me marcho a su convento y encima rapidito para no retrasarme.
Al llegar a la puerta, una hermana me pregunta desde el portero automático “¿quién es?”; yo contesto muy propio “un padre dominico, vengo al retiro”… silencio…
Tras unos segundos me abren la puerta y la voz del telefonillo encuentra su rostro y me encuentro en la entrada con la religiosa de la portería que, muy extrañada me pregunta… ¿y a qué retiro vienes?
Uno que no aprende a pesar de las muchas situaciones parecidas que ya he vivido piensa…”será que hay más de uno…” y le doy pelos y señales de todo.
La hermana que busca a otra, esta que llama por megafonía a la superiora… todo el convento revuelto y yo, empezando a olerme lo peor y cada vez más cortado.
Al final aparece una que me conocía y muy apurada me dice…”¡pero padre! Si el retiro es la semana que viene…
Jejeje…nadie sabe la vergüenza que he pasado; cuando me marchaba me repetía a mí mismo, para atenuar el ridículo que sentía… “venga hombre, que todo el mundo se equivoca…”
Y así es, aunque el que acabo de contar no pasa de lo anecdótico, todos nos equivocamos, cometemos errores; a veces ni siquiera eso, simplemente creemos que los hemos realizado.
Lo malo es cuando toda la comprensión y benevolencia que podemos mostrar con las picias de otras personas se torna en dureza o intransigencia con nosotros mismos.
Desde que me ordené, me he encontrado con numerosas personas que, aunque hayan recibido el sacramento de la reconciliación y la correspondiente absolución, siguen sufriendo por lo que hicieron mal o dejaron de hacer. Muchas veces me he tenido que enfrentar a esa imagen farisaica del Dios que vigila y castiga…que hace que sus hijos e hijas paguen el precio de sus malos pasos.
Gentes que padecen por la culpa y hacen de toda su vida una penitencia perpetua, que no son capaces de creerse de verdad la misericordia y la Gracia de Dios porque, en el fondo, son ellos mismos los que no se perdonan.
Porque Dios no es así, no el Señor que restauró a Pedro, el de María Magdalena ni el de San Pablo… el padre bueno de la, mal llamada, parábola del hijo pródigo no es ese.
No es así el Dios que yo vivo y experimento. Y es curioso, pero casi siempre pesa más la religión aprendida y heredada que la Palabra de Dios. Puedes buscar muchos ejemplos en la escritura, presentar grandes evidencias de la misericordia divina que quizás se aceptan desde el entendimiento, pero que difícilmente penetran en un corazón que sangra de remordimiento.
Corazones que Jesucristo nos mandó sanar y liberar de las cadenas… ¡puf! Y yo, oootra vez me descubro pequeño, inexperto e impotente. Me encomiendo al Señor “hazlo tú, esto te toca a ti…ilumina mis cortas luces” y busco en mi vida, en mis cicatrices, una medicina que pueda servir, algo que en su momento me ayudase a romper las ataduras de la “auto sentencia” y a perdonarme a mí mismo.
Y es gracioso, porque normalmente la curación está en el otro; en salir de uno mismo, acercarse al dolor de los demás, devolver algo del amor que una vez traicionaste… entonces, cuando dejamos de darnos golpes de pecho y nos entregamos, el hermano mayor de la parábola desaparece de nuestro interior y es cuando podemos descubrir el verdadero rostro del Padre; del Dios que nos esperaba con el corazón abierto y una sonrisa de comprensión. Que a pesar de todo, siempre nos ofrece toda la luz y el calor, la abundancia del amor, todas las flores del universo.
Es entonces cuando podemos fundirnos con Él en un abrazo inmenso que vuelve a convertir nuestra vida en aquella fiesta que nunca debió de dejar de ser.
Como hoy no lo haces, me gustaría a mí comentar el dibujo (aunuqe con algunas pistas de las que te he oído algunas veces). El Padre-Madre buen@ de esta historia está presidido y adornado por un gran sol: amarillo, de alegría del reencuentro y de la energía y de la vida.
ResponderEliminarTiene unos brazos y unas manos grandes, entre los que acoge al hijo que... casualmente, se parece demasaido a alguien que conozco... esos rizos. Y está entre alegre y conmovido: también el sufre, "el nos reza" decías hace unos días.
Y lleva un gran manto azul (que es paz y armonía) y es también la divinidad. Y además lleva incrustados unos triangulitos con ojos en su interior.
El hijo está apesadumbrado y casi se recosta contra el pecho del Padre. Y lleva un manto en colores cercanos al rojo, de la humanidad,del amor y la pasión, quizás, las pasiones que ha gustado en este tiempo lejos de su casa.
Hay flores en el suelo que anuncian la fiesta que se avecina por su regreso.
(Posiblemente muchas cosas se me hayan pasado por alto. Cada lector/visitante habrá descubierto otras miles).
Precioso.. realmente... me has conmovido...
ResponderEliminarINCREÍBLE TU REFLEXIÓN Y INCREÍBLE
ResponderEliminarY LA DE OLIVIA
NO DESISTAIS
Me ha encantado tu comentario. Y me he reido mucho imaginándote en la peripecia. Gracias Fray, nunca cambies.
ResponderEliminarTu hermano