Llevo varios días rumiando el asunto de mis muchas carencias, de todos los aspectos en los que aún tengo que corregirme y mejorar en mi vida de fe; como cristiano y como religioso.
Algunas de esas escaseces mías son obvias y todo el mundo las conoce; otras me las hacen ver mis hermanos y algunas de esas vergüenzas sólo las conozco yo. Todas ellas escuecen, son espinitas que tengo clavadas en el corazón.
En el aspecto comunitario, cuando estamos todos en casa, parece como que los hermanos suplen tus faltas, las diluyen; pero cuando falta alguien – y es lo que ocurre estos días- muchas de ellas se hacen aún más evidentes.
Aunque sé que me empobrecen a mí y a mis frailes, no vivo estas flaquezas con pena, por el contrario me hacen sentir la paciencia y la misericordia de la comunidad… pero la gratitud y el reconocimiento de mi fragilidad no suponen que me acomode a ellas y me resigne al “así soy”. Peleo contra ellas como sé y puedo, son un desafío para el mañana.
Le doy mil vueltas a la cabeza buscando las razones que están en la raíz de las mismas y se me ocurren cientos de justificaciones inútiles… me intento concienciar, hacer propósitos, buscar herramientas que me ayuden… y, a veces me sale bien, y ese día me siento orgulloso, satisfecho de mí mismo… pero en la mayor parte de los casos me tropiezo una y otra vez con las mismas cosas, me caigo, y me caigo…
Ante cada tropiezo me aparece siempre la tentación de tirar la toalla, me frustro… “no hay nada que hacer, soy un desastre”, pienso que hay cosas que no voy a conseguir nunca, que son inasequibles para mí.
Hoy, que casualmente hemos celebrado la Conversión de Pablo, he ido al cine (¡llevo un mesecito…!). Me he acordado de la recomendación que el otro día hizo Olivia desde uno de sus preciosos comentarios y he ido a ver El discurso del rey. ¡Mano de santo!
Una vez más, como de casualidad, me he encontrado con todas las respuestas que buscaba al ver la peli.
Me acostaré convencido de la capacidad de superación del ser humano, de la mía propia; de la necesidad de pedir ayuda a Dios; de recibirla en el que confía en mí, en el amor, la amistad, la fraternidad; que es preciso ser valiente y decidido en la batalla, en el esfuerzo, en plantarle cara a las circunstancias de la vida.
Quiero crecer, quiero convertir todos esos aspectos de mi vida que lo necesitan, iluminar los rincones oscuros de mi ser. Sueño con ser más ordenado, constante, puntual, atento, sencillo… cuido la esperanza de ser mejor fraile y hermano. Por larga que sea la batalla, por mucho que me derribe a mí mismo, sé que mi Dios lo hará posible, me sanará si yo no dejo de luchar.
Doctores tiene la Iglesia... Y doctores y licenciados en Psicología que sabrán más que yo d esto.Pero tengo entendido que lo fetén es más bien esto segundo a lo que te refieres.
ResponderEliminarNo se consigue mucho luchando contra lo negativo de nuestra naturaleza (ni aunque no sea de ella y sea aprendido).Bastante mejor,más eficaz, pero también más sano y mejor para nuestra autoestima es trabajar desde lo positivo, construir desde lo que hacemos bien, avanzar comprendiendo que no somos perfectos pero que, con ayuda de los otros, del Otro y poniendo en juego nuestras capacidades podemos seguir creciendo siempre.
Humildemente digo: Si Pablo, Agustín, Francisco... Pudieron, yo también. Con su gracia. No importa cuánto me tarde, cuántas lágrimas y dolor. Cuántos desprecios... Cuántos golpes... Es el proceso de conversión. ¡Proceso! Y a él me aferro, a su amor, su compasión. Pudo llamar a otros mejores que yo, menos "cabeza dura", menos impacientes, entre otras cosas, pero me llamó a mi, se enamoró de mi... Y yo le dije: Si! :)
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