2 de enero
Hoy es el segundo domingo de navidad. Me gusta la forma en que vivo estos días desde que soy fraile: con tranquilidad y sencillez. Antes también disfrutaba mucho de estas fiestas, con la familia y los amigos, los cenorros, las copitas, los regalos… ¡lo que me costaron algunas cosas al principio de mi vida religiosa!
Ahora sigo aprovechando todo eso, que está muy bien, porque –aunque sólo sea por unos días- nos hace valorar a la gente querida, nos lleva a sentirnos más solidarios, a recuperar la ilusión… en definitiva creo que la navidad, aunque sólo la vivas desde las luces de colores, es capaz de rescatar de nuestro interior algo de lo más auténtico de nosotros, nos hace un poquito más humanos.
Pero ahora he descubierto algo más. En la intimidad de la comunidad cuando rezamos juntos, en el silencio, en la Palabra; en la austeridad de nuestras celebraciones, en el significado de los gestos… no sé explicarlo mucho mejor pero es como si todo eso me situara al margen de la bulla, lejos del exceso, de lo superficial… en medio de la noche callada. Y resulta que he aprendido que es precisamente ahí donde está la cuestión; sin grandes concentraciones de gente; sin alardes de influencia ni poder; en lo secreto, en lo escondido y olvidado es donde nace Dios.
Es lo que quiero expresar en el dibujo de hoy, esa paz, la soledad, la marginalidad y el olvido en el que encontrar a Jesús, porque es el ámbito en el que nace. En la lejanía se puede oír la música y el jaleo de la ciudad pero sólo unos pocos se dan cuenta de que Dios viene a sus vidas y lo encuentran en medio de la noche. Ahí está Él, esperando, necesitando, soñándote… para hacerte más libre, eterno, más digno, más grande, más “ser humano”.
Esa es ahora mi navidad, siempre nueva, y ya no la quiero cambiar.
Por eso ahí está también Santo Domingo -padre de la familia de predicadores en la que he aprendido ese secreto- y está sólo él, ante el misterio, representándonos a todos los que queremos ir más allá, hombres y mujeres en búsqueda, con ganas de mirar, abrazar y agarrarse para siempre a ese Dios, loco de amor, que ha venido a por nosotros para darnos la auténtica felicidad.
A mi aún me queda mucho para ser capaz de hacerlo, lo reconozco, pero ya me siento en esa cueva de pastores, contemplando que mi esperanza ya es realidad y dispuesto a seguir dejándome la piel (a pesar de mis muchas limitaciones) en hacer que ese abrazo eterno se extienda a todos los hombres y mujeres, sean como sean.
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